¿Cómo llegamos hasta aquí?

"Desde el cielo llegó el ruido de un trueno sobre la tierra adormecida, y fue entonces que Naay comprendió que los dioses se habían ido para no regresar más".

No contento con deleitarnos con la Sinopsis Histórica de la Ciencia Ficción que ha venido escribiendo durante todos estos días, Ermanno Fiorucci también nos complace con una nueva historia para El Desafío del Nexus:

 

Diccionario Yoruba útil

A
Agboró (Hablantes); Arakunrin (Hermano); Arugbo (Anciano); Awon eniyan (Pueblo); Agbonrin (Venado); Alabasisepo (Compañera); Ako (Macho); Awon omo aja (Niños); Awosanma (Nubes); Ayé (Mundo); Apata (Cuevas); Alawọ oja (Tiendas de piel); Awọn Ńlá di (La gran helada); Alagbara (Guerrero).
B
Baba ńlá (Antepasados); Baba (Padre).
E
Eniyan (Gente); Ella (Tribu); Emi (Espíritus).
F
Fleas (Pulgas).
G
Ga awon akunrin (Hombres altos).
I
Idle (Clan); Ian (Magia); Itaja (Tienda); Ikokó (Lobo); Igba otutu (Invierno).
K
Kurukuru (Neblina); Kerin Yinyin (Cuarta Glaciación).
N
Ni awon aniyan (Poblado); Ni mi ode (Es mi presa).
M
Malu (Manadas).
O
Onirú (Protagonista); Oorun Olorun (Dios Sol); Onirunlara awon okunrin (Hombres peludos); Oorun Ooru (Calor del Sol); Omo (Hijos); Obinrin agboroso (Mujer hablante); Ojo (Lluvia); Omobirin (Muchacha); Okunrin (Hombre); Onirunlara (Peludo); Ologbon (Sabio); Omo (Hijo); Orisa (Dioses); Obinrin (Mujer).
S
Sode (Cacería); Sagbe (Mendigos).


 

¿Cómo llegamos hasta aquí?

Leyenda yoruba

Onirú se rascó la barriga peluda, mientras miraba la subida de Oorun Olorun sobre la colina. Inquieto, se dio golpes en el pecho, emitió algún tímido chillido que se transformó en gruñido, para luego callar. En su juventud hubiese proferido exclamaciones festivas dando grandes saltos en círculos para ayudar al Oorun Olorun a subir… pero ahora no valía la pena. Se dio la vuelta para seguir durmiendo, pero el sueño no llegaba.
Al otro lado de la colina se escuchaban gritos y clamores y tronaba un tambor con ritmo vibrante. El viejo Onirú se tapó los oídos con las manos, pero el canto en honor al Oorun Olorun no podía hacerse callar. Esa era una de las otras costumbres de los Agboró.
Era lindo el ayé cuando había muchos onirunlara awon okunrin que gruñían: ¡eniyan a quien uno podía entender! Había sode en cualquier parte de la colina y las apata se llenaban de humo de las hogueras sobre las cuales se cocinaban los alimentos. Pero cada día eran menos los awon omo aja que llegaban al idle.
Pero todo eso había terminado cuando los Agboró habían convertido el valle en su territorio de caza.
Viejas tradiciones, algunas medianamente transmitidas y otras superficialmente intuidas, contaban cómo era la tierra cuando solo su eniyan vagaba por las inmensas llanuras. Su awon eniyan había llenado las apata y salía en malu numerosas para evitar que cualquier animal pudiese tener ventaja. Y los animales poblaban abundantemente la Ayé empujados por la Kerin Yinyin.
Luego había vuelto la Awon Ńlá di , y fueron tiempos muy duros. Muchos onirunlara awon okunrin habían muerto.
Pero muchos otros habían sobrevivido y, con el regreso del Oorun Olorun habían comenzado a expandirse, antes de la llegada de los Agboró. Luego estos, apenas llegados, comenzaron a ocupar siempre más tierra y los onirunlara awon okunrin se habían retirado y, poco a poco, disminuidos en número.
El baba de Onirú le había hecho entender que su pequeño idile era todo lo que quedaba en el valle y que esta era la única zona de la gran llanura en la cual los Agboró no venían con frecuencia.
Onirú era joven y fuerte cuando los vio por primera vez. Eran ga awon okunrin con piernas largas, rápidos de pie y mirada, que se comportaban como si fuesen los dueños de la Ayé y emitían, con la boca, sonidos modulados.
Con la llegada del tiempo cálido habían plantado sus alawo oja ati awon eka detrás de la colina y en la parte opuesta de las apata, y habían hecho rituales mágicos en honor a sus dioses. También hacían magia para construir sus armas y los animales caían ante ellos.
Ahora no quedaba más ninguno de su eniyan excepto él, Onirú que no tenía omo Ya habían pasado siete igba otutu desde cuando habían encontrado a su arakunrin doblado en la apata y había enviado su imí a emprender el largo viaje para reunirse con sus baba nlá. Siempre había sido un débil y mal cazador, pero era el único amigo que le quedaba a Onirú.
El arugbo se agitó esperando que la obinrin agboroso regresara. Quizás le traería alimentos de los Agboró. Era inútil cazar ahora, pues ellos seguramente ya se habían despertado y cazado todo lo que se pondría a su alcance. Era mejor seguir durmiendo, porque el sueño era la única cosa agradable que había quedado en aquellos tiempos tristes… hasta la bebida, que los Agboró sacaban de las raíces maceradas, dejaba un feo dolor de cabeza el día siguiente.
Una expresión de placer le iluminó la cara cuando sus dedos se cerraron sobre un insecto que daba vuelta sobre su cabeza, y de inmediato se lo tragó, claro, no era tan sabroso como los gusanos del bosque, pero no era despreciable del todo.
Ya Oorun Olorun estaba readquiriendo su fuerza y estaba expulsando a la kurukuru y a la ojo. Desde siempre él había adorado a Oorun Olorun considerándolo suyo, pero ahora parecía que el dios reconquistara calor solo para los Agboró. Cuando su dios estaba débil la eniyán de Onirú había sido poderosa; ahora que su enfermedad había sanado, los recién llegados se expandían por toda la llanura como fleas sobre su barriga.
Oniru no lograba comprenderlo. Quizás el dios estaba molesto con él, ya que los dioses, después de todo, son siempre imprevisibles. Farfulló añorando, una vez más, que su arakunrin no viviese, pues él siempre había comprendido mejor esas cosas.
La Obinrin agboroso apareció de detrás de una gran roca situada delante de la entrada de la apata interrumpiendo sus pensamientos. Traía sobras de alimento del ni awon aniyan y una pierna medio comida de un caballo y fue esta, precisamente que agarró Onirú arrancando trozos con sus dientes robustos. A veces casi sentía pena por esa obinrin agboroso y, a su manera, le tenía afecto. Siendo omobirin todavía, había sido herida y las condiciones de su espalda le impedían desarrollar las tareas requeridas por un okunrin a su alabasisepọ. Rechazada por los miembros de su eya, poco a poco se fue alejando y cuando se tropezó con Onirú aceptó con gran alegría su hospitalidad. Se quedaba en la apata de Onirú donde realizaba, eventualmente, las pocas tareas indispensables.
—¿Hwunkh? — preguntó Onirú. Con el estómago medio lleno, se sentía más reconciliado con el mundo.
—Oh, salieron y me han permitido tomar las sobras… a mí que fui la hija de un alagbara … como hacen constantemente. — Siempre había tenido una voz aguda… pero el fracaso de su vida y la edad habían suavizado su aspereza. — Toma — le dio a Onirú una lanza toscamente astillada, achatada hacia una extremidad, pero con una sola punta mal hecha. — Uno de ellos me ha dado esta. No es como las que ellos usan, creo, pero tú no serías capaz de hacer algo mejor… la usaban los omobirin para jugar.
Onirú examinó el objeto y tuvo que admitir que era bueno con esa punta fuertemente amarrada al asta. Hasta los omobirín, con sus largos pulgares que podían mover por todos los lados, eran capaces de fabricar armas mejoras de las que él podía hacer.
Se levantó lentamente. La forma de la mandíbula y la manera como estaba pegada la lengua, junto al escaso desarrollo del lóbulo frontal del cerebro, hacían que solo pudiese expresarse de manera rudimentaria y sustituía las guturales y las labiales con gestos que la obinrin lograba entender.
Onirú se encaminó, sin entusiasmo; sabía que estaba envejeciendo y, vagamente, intuía que la edad no se acumularía sobre él por muchas más nevadas. La causa de su carencia de entusiasmo, sin embargo, era otra, pero que él no la lograba entender. Se dirigió hacia el territorio de caza, con la esperanza de encontrar algún animal fácil de cazar. Las humillantes dádivas de los Agboró le habían dejado un sabor amargo en la boca.
Pero ya Oorun Olorun estaba muy arriba en la apata azul y no había logrado cazar nada. Dio la vuelta para regresar y en el camino se topó con un grupo de Agboró que regresaban con una presa colgada por las patas en un palo que sostenían sobre sus hombros. Se detuvieron y lo llamaron para decirle con voces claras, alegres y ligeras:
—¡No pierda tiempo, onirunlara, nosotros hemos capturado toda la sode de la zona. Regresa a tu apata y siga durmiendo!
Onirú encorvó la espalda y se encaminó, cambiando dirección y arrastrando cansadamente la lanza, hacia su apata. Uno de los Agboró lo alcanzó con su paso ligero. Algunas veces Warlok el ologbon de la ella lo trataba de manera casi cordial, y así se comportó también en esa ocasión.
—Ni mi ode, Onirunlara — dijo con orgullo. — Anoche le hice una potente idan al agbonrin y el animal cayó al primer golpe. Ven a mi itaja y te apartaré una pata. Obinrin agboroso me enseñó una nueva canción que ella aprendió de su baba y quiero darle una recompensa.
¡Patas, costillas huesos! Onirú estaba harto de las piezas externas. Gruño, un poco para responder y un poco para agradecer ya que no se sentía satisfecho y trató de seguir su camino. Pero Warlok lo retuvo.
—No, espera, Onirulara , algunas veces me traes suerte. Hoy hay suficiente carne para todos ¿Por qué quieres seguir cazando? — Viendo que Onirú seguía dudando se hizo más insistente. — Además los ikokò están más cerca hoy y uno solo no es suficiente contra ellos. Ven con nosotros y te daré la carne que prefieras.
Onirú gruñó para demostrar que aceptaba y se encaminó casi trotando detrás de los cazadores.
Cuando regresó a la apata ya el fuego se había convertido en un montón de carbón encendido y Obinrin agboroso estaba durmiendo acurrucada y roncando. Se tendió al lado de las brasas y también se durmió.
Cuando despertó, Obinrin agboroso ya se había ido para el Awon eniyan y el Oorun Olorun ya tenía la altura de una lanza en el horizonte. Esa mañana estaba triste, percibía de manera vaga que ya no había más Onirunlara awon okunrin, que él era el único y el último. Quizás los Agbaró sabrían algo al respecto y fue a buscar a Warlok que era ologbon y sabía muchas cosas. Lo encontró cuando estaba haciendo extraños movimientos con dos bastoncitos en las afueras del Awon eniyan. El viejo se le acercó cauteloso pero Warlok lo sintió llegar.
—Ven, Onirulara, ven para que vea mi nueva idan. — La voz de Warlok rebozaba orgullo. Onirú se acercó con cautela- — Ven, no me tengas miedo. Mira — le entregó los bastoncitos que Onirú palpó con cautela.
Uno era largo y flexible unido por las extremidades por una cinta de cuero, y el otro parecía una pequeña lanza con unas plumas en el extremo romo. Onirú emitió un gruñido interrogativo.
—Es una lanza idan, Onirulara, que vuela, sin las alas, desde la mano y mata más lejos que cualquier otra lanza.
Onirú resopló desdeñosamente. La lanza era demasiado pequeña para matar animales más grandes que un roedor, y el bastoncito más grande ni siquiera tenía punta. Sin embargo se quedó mirando a Warlok quien apoyaba la lanza pequeña en medio de la más grande y la doblaba. Se escuchó un leve silbido y la lanza más pequeña voló yéndose a clavar en la corteza de un árbol situado a una distancia de más de tres lanzas. Onirú estaba asombrado.
—Sí, Onirulara, es una nueva idan que inventé. Muchos ya están usando estas lanzas y logran herir mejor y más lejos que las normales. Un hombre solo puede matar a muchas veces uno.
Onirú gruñó: ya habían exterminado los mejores animales de caza y ahora estaban encontrando nuevas idan para ser todavía más fuertes… Aquel tipo de idan no le gustaba.
Ahora que el ologbon, por haber demostrado su superioridad, estaba alegre, consideró que era el mejor momento para averiguar lo que quería saber. Se quedó mirando fijamente a Warlok.
—Dime, ¿qué quieres?
Él resopló, farfulló, emitió gemidos y gruñidos en el intento de explicar lo que quería, mientras Warlok lo miraba. Poco a poco, con mucho esfuerzo y parte con señas y parte ayudado con las preguntas del otro logró hacerse entender. Al final Warlok soltó la carcajada.
—De manera que añoras a tu raza, ¿es eso Onirulara?
Onirú se agachó sobre sus talones y Warlok se sentó sobre una piedra. Luego comenzó a explicarle:
—No hay mucho que pueda decirte, Onirulara. Hace ya tres igba otutu me tropecé con una idile de tu raza un ako con su alabasisepo y el omo. Al vernos huyeron, pero se vieron obligados a regresar porque estábamos cerca de su apata. No les hicimos daño, más bien algunas veces le dejábamos comida y permitíamos que viniesen con nosotros a cazar. Pero estaban flacos y debilitados, muy lentos para cazar. Cuando regresamos, en la siguiente igba otutu estaban todos muertos… y hasta donde yo sé tú eres el único que queda de tu raza.

— Se rascó la cabeza. — Tu gente muere con mucha facilidad, Onirulara. Dejaron de cazar y se convirtieron en sagbe. Luego perdieron el deseo de vivir: se enfermaron y murieron. Yo creo que tus Orisa murieron a manos de los nuestros que son más fuertes.
Onirú farfulló con aire ausente, su cara tenía una expresión extraña: estaba triste… muy triste. Se levantó e inició el regreso hacia su apata. Percibía que el Agboró lo había tratado como a alguien al cual Oorun Olorun le había quemado el entendimiento. Al llegar a su cueva quiso dormir.
Sus viejos amigos habían regresado a visitarlo en el sueño y le habían mostrado nuevamente los territorios de caza de su juventud. Había vuelto a oír los gruñidos y farfulles de las Omobirin de su raza y supo que lo estaban esperando. Era aquel un mundo en el cual todavía no había Agboró, un mundo en el cual un Onirulara podía hacer grandes cosas y hasta matar sin ser perseguidos por la burla de los Cromañón. Onirú emitió un débil suspiro. Estaba cansado… muy cansado para darse cuenta de lo que estaba sucediendo.
Olorun se hundió y las awosanma se tiñeron de rojo. Oyó a lo lejos el sonido de un tambor murmurando su idan. Pero la vida estaba vacía, no había más orgullo.
Olorun desapareció y Onirú suspiró una vez más enviando su último aliento a los Emí de su raza.

***

Eran los últimos días del Imperio. La pequeña nave se encontraba muy lejos de casa, explorando las formaciones regadas en los bordes de la Vía Láctea. Pero también aquí no podía escapar de la sombra que se extendía sobre la civilización: bajo aquella sombra, interrumpiendo de vez en cuando el trabajo para preguntarse que estaba sucediendo en sus casas lejanas, los Científicos de la Vigilancia Galáctica (CVG), continuaban afanándose en su eterno trabajo.
Eran solo tres los que ocupaban la pequeña nave, pero entre los tres acumulaban un profundo conocimiento científico y la experiencia de, por lo menos, la mitad de la vida transcurrida en el espacio. Después de la larga noche interestelar, la estrella que brillaba delante de ellos les calentó el corazón mientras bajaban hacia su fuego. Era algo más dorada y un poquito más luminosa del sol que ahora parecía una leyenda de sus infancias. Sabían por experiencia que la posibilidad de encontrar planetas superaba el noventa por ciento y, en la excitación del descubrimiento, olvidaron por un momento, todo lo demás.
Encontraron el primer planeta casi de inmediato. Era gigantesco, de un tipo conocido por ellos, demasiado frío para la vida protoplasmática y, probablemente con superficie inestable. Así que continuaron la búsqueda acercándose un poco más al sol y tuvieron su recompensa.
Era un mundo que les arrugó el corazón, por la nostalgia del hogar, un mundo en el cual todo era tristemente familiar, sin llegar a ser exactamente igual. Dos grandes masas terrestres flotaban sobre mares verde azulosos cubiertos de hielos en los dos polos. Había regiones desérticas, pero la gran parte del planeta era, seguramente, fértil. Hasta desde esa distancia podían identificarse, sin equivocación, la presencia de vegetación.
Los tres observaban entusiasmados el panorama que iba ampliándose a medida que bajaban hacia la parte meridional. La nave reguló el aterrizaje posándose suavemente sobre la alta vegetación a orilla del agua.
Nadie se movió, no había nada que hacer antes que los instrumentos automáticos no terminaran su trabajo. Luego un aviso sónico y en el panel de mando en un aparente caos, pero cargado de significado, se encendieron cruzándose, señales luminosas. El capitán Tristán se levantó con un suspiro de alivio.
—Hemos tenido suerte — informó. — Podemos salir sin protección si las pruebas patógenas son satisfactorias. ¿Qué te pareció el planeta mientras se efectuaba el descenso, Beltrán?
—Geológicamente estable… por lo menos no se registran volcanes activos. No vi trazas de ciudades, lo cual, después de todo, no prueba nada. Si aquí existe una civilización podría también suponerse que haya superado esa etapa.
—O quizás no la ha alcanzado todavía.
—Ambas hipótesis son válidas — convino Beltrán. — Será necesario algún tiempo para descubrir algo útil acerca de un planeta con estas dimensiones.
—Más tiempo del que disponemos — puntualizó Roldan con los ojos fijos sobre el panel de comunicaciones que los conectaba con la nave almirante y, a través de esta, con el corazón en peligro de la galaxia.
Siguió un momento de pesado silencio. Luego Roldan se dirigió hacia el panel de mando y con gestos que la experiencia los convertía en automáticos, pulsó una serie de teclas.
Una sección del casco se deslizó con una leve vibración y el cuarto miembro de la tripulación bajó sobre el nuevo planeta, doblando sus miembros de metal y adecuando sus servomotores a la nueva gravedad. En el interior de la nave se encendió una pantalla que ofreció la imagen de una extensión de hierba ondulante, de algunos árboles lejanos, hacia el centro el brillo del agua de un gran río. Roldan presionó una tecla y la tele-cámara se enfocó en el robot que giró la cabeza.
—¿En qué dirección vamos? — preguntó Roldan.
—Damos una mirada a aquellos árboles — contestó Tristán. — Si existe algún animal, ahí podríamos encontrarlo.
—¡Miren! — exclamó Beltrán. — ¡Un pájaro!
Los dedos de Roldan volaron sobre el panel; la imagen de la pantalla enfocó el puntito negro que había aparecido de improviso hacia la izquierda ampliándola rápidamente, mientras los lentes del robot entraban en acción.
—Cierto —admitió Tristán. — Plumas… pico… luce bastante evolucionado. Parece que este lugar es promisorio… Activa la grabación.
El continuo salto de la imagen, como consecuencia del deslazamiento del robot, no molestaba a los tres hombres que ya estaban acostumbrados a eso. Pero nunca habían logrado acostumbrarse a aquel sistema de exploración por persona interpuesta, cuando todos sus impulsos los empujaban a dejar la nave y comenzar a correr sobre la hierba y sentir en la cara el soplo del viento.
Sabían que ese constituía un riesgo demasiado grande, aunque se tratara, en este caso, de un mundo muy promisorio. Detrás de una sonrisa amable de la naturaleza siempre podría encontrarse la mueca de la muerte. Fieras agresivas, reptiles venenosos, arenas movedizas… La muerte podría presentarse bajo mil formas a los exploradores inexpertos. Y, lo peor de cualquier otra cosa, eran los enemigos invisibles: las bacterias, los virus, contra los cuales la única defensa podría estar a unos cuantos años luz de distancia.
Un robot podía obviar todos estos peligros aunque, como a veces ocurría, siempre existía la posibilidad de toparse con algún animal lo suficientemente grande como para destruirlo… después de todo las máquinas no pueden ser sustitutos siempre y en todo.
No ocurrió ningún encuentro a lo largo del paseo por la explanada. Si el paso del robot asustó a algún pequeño animal, la yerba lo había ocultado.
Roldan disminuyó la velocidad del androide cuando este se acercó a los árboles, y los tres observadores, a bordo de la nave, se sobresaltaron involuntariamente cuando las ramas de los árboles que aparecieron en la pantalla, daban la impresión de chocarles contra la cara. La imagen se oscureció por un momento mientras los controles se adecuaban a la nueva intensidad de la luz más débil. Luego todo se normalizó.
El bosque estaba lleno de vida… mientras el robot continuaba su avance. Simultáneamente las cámaras automáticas registraban las imágenes, que posteriormente los biólogos analizarían al regresar a la base.
Roldan suspiró aliviado cuando los árboles comenzaron a distanciarse. Era un trabajo estresante tratar de evitar que el robot se destrozara al chocar contra un obstáculo, mientras avanzaba en el bosque, mientras que al descubierto hubiese podido continuar de manera independiente. De pronto la imagen tembló, como por efecto de un golpe violento, se escuchó un chirriar de metal y luego la escena comenzó a girar vertiginosamente apuntando hacia arriba, mientras el robot vacilaba y caía.
—¿Qué está sucediendo? — gritó Tristán. — ¿Tropezó?
—No — contestó Roldan preocupado mientras sus dedos volaban sobre el teclado del panel. — Algo lo ha atacado por la espalda. Espero… ya… ¡recuperé el control!
Maniobró para que el robot pudiese sentarse, y le hizo girar la cabeza. A pocos pasos de distancia, agazapada y con la cola fustigando el aire, una gran fiera mostraba amenazadoramente los formidables colmillos. Evidentemente estaba considerando si era conveniente o no otro ataque.
Lentamente el robot recuperó su verticalidad y simultáneamente la fiera se agachó lista para otro salto. Una sonrisa iluminó el rostro de Roldan, sabía cómo| hacer frente a esta situación. Con el pulgar oprimió una tecla que se usaba muy rara veces.
En el bosque se escuchó un largo y vibrante alarido de sirena que surgía de la boca del robot el cual avanzó hacia la fiera moviendo amenazadoramente los brazos. El animal, sorprendido, casi cae de espalda en el apuro por huir y en instantes desapareció.
—Ahora debemos esperar por lo menos un par de horas, creo, antes que todas las criaturas salgan de sus refugios — comentó decepcionado Beltrán.
—Yo, en realidad, no soy un experto en psicología animal — comentó Tristán, — pero ¿es normal que una bestia ataque a un adversario que le es totalmente desconocido?
—Algunos atacan todo lo que se mueve, pero no es lo normal. A veces lo hacen solo si tienen hambre o cuando se sienten amenazados. Pero, ¿dónde quieres llegar? ¿Insinúas que existen otros robots en este planeta?
—¡Claro que no! Pero nuestro amigo carnívoro pudo haber creído que nuestra máquina era un bípedo comestible. ¿No les parece que aquel claro en la selva no parece natural? Pudiera ser una trocha.
—En ese caso — dijo de inmediato Roldan — lo seguiremos y descubriremos dónde llega. Ya estoy cansado de árboles, pero espero que ninguna otra cosa nos brinque encima. Es dañino para mis nervios.
—Tenías razón, Tristán —dijo Beltrán algo más tarde. — Sin dudas es un sendero. Pero eso no es una prueba de que estamos en presencia de seres inteligentes. Después de todo los animales…
Dejó la frase sin terminar y, al mismo tiempo, Roldan paró al robot. El sendero de pronto se hizo más ancho y desembocó en una explanada más grande, casi totalmente ocupada por una aldea de cabañas. El caserío estaba rodeado por una empalizada de madera, construida, evidentemente, para defenderse de eventuales enemigos quienes, en la actualidad, no debían ser una amenaza, ya que los accesos estaban abiertos, y, en la parte interior del recinto, los habitantes estaban, tranquilamente, ocupados en sus tareas rutinarias.
Los tres exploradores se quedaron fascinados por algunos minutos observando la escena en silencio. Luego Roldan emocionado dijo:
—¡Es fantástico! Pudiera ser nuestro planeta, como era hace cien mil años. Tengo la sensación de haber viajado hacia atrás en el tiempo.
—No hay nada de misterioso — reflexionó el práctico Tristán. — Después de todo ya hemos descubierto un centenar de planetas en los cuales la vida era bastante parecida a la nuestra.
—Sí, ¡un centenar en toda la galaxia! Y sigue pareciéndonos extraño que eso nos ocurra solo a nosotros— reflexionó Roldan.
—Bueno, a alguien debe sucederle, después de todo — contestó filosóficamente Beltrán. — No perdamos tiempo. Debemos comenzar de inmediato el procedimiento… de contacto. Si enviamos el robot en la aldea, creo que se desatará el pánico.
—Observación muy sabia — convino Tristán. — Debemos tratar de hacer contacto con un nativo de manera aislada y demostrarle que somos amigos. Esconde el robot, Roldan. Desde la espesura podrá tener vigilada la aldea sin ser visto. Nos espera una larga semana de antropología práctica.
Transcurrieron tres días antes que las pruebas biológicas confirmaran que podían desembarcar sin peligro. De todas maneras Beltrán insistió en ir solo, es decir sin el acompañamiento del robot.
Se quedó afuera por una hora gozando, aunque con cautela, el paseo mientras sus compañeros lo observaban llenos de envidia. Deberían transcurrir otros tres días antes de estar seguros de poder seguir, sin correr peligro, la recomendación de Beltrán. En el ínterin estarían bastante ocupados en vigilar la aldea a través de los lentes del robot y registrar, todo lo que podía registrarse, a través de las cámaras. Aprovechando la oscuridad de la noche, movieron la nave para esconderla en medio del bosque ya que no deseaban ser descubiertos antes de tiempo.
Mientras tanto las noticias que se recibían de casa empeoraban constantemente. Si bien es cierto que aquí, en los límites del Universo, se diluyera algo la gravedad de la situación, no dejaban de sentirse abrumados por la consciencia frustrante que estimulaba el sentimiento de su propia inutilidad. Sabían que en cualquier momento podrían ser convocados, pues el Imperio reclamaba a sus últimos recursos antes de sucumbir.
Siete días después del aterrizaje estaban listos para intentar el experimento. A estas alturas ya sabían cuáles eran los senderos recorridos por los habitantes de la aldea cuando salían de cacería y Beltrán escogió el menos usado, luego colocó en el centro del mismo una silla y se acomodó con un libro para leer.
Pero no fue todo tan sencillo: Beltrán había tomado todas las precauciones posibles. El robot escondido en la vegetación a unos cincuenta metros de distancia vigilaba y tenía lista un arma pequeña pero mortal, para usarla, de ser necesario. Roldan, que no quitaba la vista de la escena desde la nave, tenía la mano sobre el teclado listo para cualquier contingencia.
Este era el lado negativo del proyecto; el positivo era evidente. A los pies de Beltrán yacía la carcasa de un animal con cuernos que, según las esperanzas del explorador, debería ser considerado un regalo bien recibido por el cazador que pasaría por esos lados.
Dos horas después la radio escondida en la mochila le envió un mensaje en volumen bajo. Con calma, a pesar que la sangre le batía fuerte en las venas, Beltrán dejó el libro y miró hacia el sendero. El aborigen avanzaba seguro, sosteniendo su lanza en la mano derecha. Al ver a Beltrán se paró, luego siguió avanzando con mayor cautela. Entendía que no había nada que temer, porque el desconocido era de constitución poco robusta y no llevaba armas.
Cuando llego a solo cinco o seis metros, Beltrán sonrió con expresión amistosa y se levantó muy lentamente. Luego recogió la carcasa del animal y se la ofreció al cazador. Cualquier criatura de cualquier mundo podría entender aquel gesto y, en efecto, también este nativo lo entendió. Se acercó, tomó el animal y sin esfuerzo aparente se lo colocó en el hombro. Miró por un momento a Beltrán con una mirada indescifrable, luego dio media vuelta y se encaminó hacia la aldea. Giró tres veces a ver si Beltrán lo seguía y cada vez que lo hacía este le sonreía y le saludaba con la mano para tranquilizarlo. Toda la escena duró poco más de un par de minuto. Como primer contacto entre dos razas no hubo nada de dramático, aunque no estuvo carente de dignidad.
Beltrán no se movió hasta que el otro no desapareció. Luego, con un suspiro de alivio anunció:
—Ha sido un óptimo comienzo. No lo noté ni atemorizado y tampoco suspicaz. Creo que regresará.
—Me parece demasiado bueno para ser verdad — le contestó Tristán. — Estaba convencido que hubiese demostrado miedo y everntualmente tomado una actitud hostil. ¿Usted hubiese aceptado un regalo valioso de un desconocido con tanta naturalidad?
Beltrán regreso a paso lento hacia la nave. El robot salió al descubierto y estaba vigilando a pocos pasos de él.
—Por supuesto Yo no lo hubiese hecho. —Respondió. —Pero yo pertenezco a una comunidad evolucionada. Un ser completamente salvaje puede reaccionar de muchas maneras diferentes frente a extraños, de acuerdo a su propia experiencia. Es posible que su tribu no tuviera jamás enemigos, lo cual es perfectamente posible si se considera que este planeta pareciera estar escasamente poblado. Siendo este el caso se puede esperar curiosidad, pero no miedo.
—Si esta gente no tiene enemigos —acotó Roldan quien no necesitaba estar pendiente del robot en este momento — ¿por qué rodearon la aldea con una empalizada?
—Yo me refería a enemigos humanos — precisó Beltrán. — Si mi suposición es correcta, nuestra tarea será mucho más sencilla.
—¿De verdad crees que regresará?
—Por supuesto. Si es humano, como espero, la curiosidad y la codicia los harán regresar… y entre un par de días seremos grandes amigos.
Considerándola desapasionadamente era una rutina fantástica. Todas las mañanas el robot iba a cazar bajo la dirección de Roldan hasta convertirse en la criatura más letal del bosque. Luego Beltrán esperaba hasta que Naay, así, por lo menos, creyó interpretar el nombre del nativo, apareciera avanzando con confiada audacia por el sendero. Llegaba todos los días a la misma hora y siempre llegaba solo. A los tres astronautas les hubiese gustado saber la razón: ¿quería mantener en secreto su gran descubrimiento y atribuirse el mérito de su habilidad como cazador? Si ese era el caso el nativo demostraba ser capaz de picardía y previsión.
Las primeras veces Naay se iba inmediatamente después de haber recibido el obsequio, como temiendo que el donante pudiese cambiar de idea. Pronto, sin embargo, como Beltrán había esperado, logró persuadirlo a quedarse un poco más, gracias a algunos sencillos truquitos y a la muestra de tela y algunos cristales de colores que provocaban el éxtasis del nativo.
Por fin Beltrán pudo iniciar con él una suerte de diálogo que fue fielmente registrado, puesto que la escena estaba filmada por los ojos del robot escondido.
Posiblemente algún día un filólogo lograría analizar todo aquel material; Beltrán lo que podía hacer era decifrar el significado de algunos verbos y nombres sencillos. Pero la cosa lucía complicada ya que Naay usaba nombres diferentes para indicar el mismo objeto y, algunas veces, la misma definición para objetos diferentes.
En el intervalo de tiempo entre una y otra entrevista cotidiana, la nave subía al espacio para explorar desde arriba al planeta, aterrizando de vez en cuando para examinar de cerca algún particular. A pesar que habían identificado otros asentamientos humanos, Beltrán no hizo ningún intento por entrar en contacto con ellos porque se suponía que debían tener el mismo nivel cultural de la tribu de Naay.
Con frecuencia Beltrán pensaba que debía tratarse de una cruel burla del destino que el encuentro con una de las razas, más objetivamente humana de la galaxia, hubiese tenido lugar exactamente en aquel momento tan complicado. Algún tiempo atrás hubiese sido un acontecimiento de capital importancia, sin embargo en la actualidad, la civilización del Imperio tenía algo de que preocuparse mucho más trascendente que aquel curioso contacto con algunos de sus primos ubicados en el amanecer de la historia.
Solo cuando estuvo seguro de haber ingresado en la rutina cotidiana de Naay, Beltrán le mostró el robot. Lo estaba entreteniendo con un caleidoscopio, cuando Roldan lo hizo salir de su escondite en el bosque con la última víctima apoyada sobre su metálico brazo. Solo en aquel momento Naay mostró algo muy parecido al miedo, pero se calmó al escuchar el tono tranquilizador de las palabras de Beltrán aunque no dejó de observar fijamente al monstruo que avanzaba hacia ellos. El robot se paró a un par de pasos de distancia y Beltrán se le acercó y en ese momento el robot estiró el brazo para ofrecerle la presa. Beltrán lo recibió con aire solemne y luego se dirigió hacia Naay ofreciéndoselo a su vez.
Beltrán hubiese dado lo que no tenía para saber qué estaba pensando Naay en el momento en el cual el robot le entregaba el obsequio. ¿Pensaría que el androide era su amo o su esclavo? Quizá estos conceptos no eran parte integral de su capacidad de juicio y, probablemente consideraba al androide un hombre como Beltrán… un cazador amigo suyo.
De la boca del robot emanó la voz de Roldan:
—¡Es asombroso ver con qué impavidez nos acepta! ¿Es que no le asusta nada?
—Ustedes continúan juzgándolo de acuerdo a nuestros parámetros — contestó Beltrán. — No se debe olvidar que su sicología es absolutamente diferente y mucho más primaria. Ahora que confía en mí, no teme nada que a mí no me asuste.
—¿Serán así también sus congéneres? — Preguntó, curioso, Tristán. — Es algo difícil formarse una opinión a partir de un solo individuo. Me gustaría ver qué sucedería si enviáramos el robot a la aldea.
—¡Epa! — exclamó Beltrán sorprendido. — ¡Aquí hay algo que lo ha sorprendido! Nunca se había encontrado con alguien capaz de hablar con dos tonos de voz diferentes. ¿Crees que intuirá la verdad cuando nos conocerá?
—No creo. El robot, a sus ojos, debe ser una criatura mágica y no por eso más maravilloso que el fuego, el rayo y todos los otros fenómenos que a estas alturas ya debe estar acostumbrado a aceptar.
—¿Entonces cuál será el próximo movimiento? — Preguntó Tristán con cierta impaciencia. —¿ Lo traes a la nave o prefieres ir primero a la aldea?
—No me gustaría apurar los acontecimientos — contestó dudoso Roldán. — Ya saben los incidentes que se nos han presentado con las razas más diferentes, cuando hemos actuado con impaciencia en circunstancias parecidas. Dejaré que lo asimile un poco, y mañana, cuando regrese, trataré de convencerlo para llevar el robot a la aldea.
Roldan a bordo de la nave, camuflada en el bosque, reactivó el robot. Él también, como Tristán, estaba comenzando a impacientarse por todas aquellas exageradas precauciones. Pero era Beltrán el experto encargado de todo lo que concerniera a las relaciones con razas desconocidas y él debía obedecer sus órdenes.
A veces sentía el deseo de ser un robot, privo de sentimientos y emociones, capaz de observar con idéntico desprendimiento la caída de la hoja de un árbol, como la agonía de un mundo…
El sol ya estaba bajando cuando Naay escuchó la enorme voz gritar desde el bosque. A pesar del volumen inhumano la reconoció de inmediato: era la voz de su amigo que lo estaba llamando…
En aquel silencio que siguió, lleno de ecos, la vida de la aldea sufrió una parálisis. Hasta los niños dejaron de jugar y el único sonido que se escuchaba era el llanto de un niño asustado por el repentino silencio.
Todos los ojos siguieron a Naay quien, dirigiéndose hacia su choza, empuñó la lanza apoyada cerca de la puerta. En un momento las rejas de la empalizada se cerrarían para resguardarse de la fieras; pero él no titubeó en salir y enfrentarse a la oscuridad de la noche que estaba cayendo.- Estaba cruzando la reja cuando escuchó de nuevo la voz que lo estaba llamando, y aquella voz tenía una nota de urgencia que superaba todas las barreras de idiomas y de civilización.
El reluciente gigante que hablaba con muchas voces estaba a poca distancia de la aldea y le hizo señales para que lo siguiera. Beltrán no era visible. Caminaron casi un kilómetro antes de verlo a lo lejos cerca de la orilla del río mirando el agua oscura que corría lenta en su cauce.
Al escuchar a Naay acercarse, se dio la vuelta, pero por algún instante pareció no darse cuenta de su presencia. Luego despidió con un gesto al robot que se alejó silenciosamente.
Naay esperaba. Era paciente y, aunque no supiera expresarlo con palabras, estaba contento. Cuando se encontraba con Beltrán, percibía los primeros destellos de aquella percepción altruista, irracional, que su raza hubiese sido capaz de alcanzar solo después de muchos siglos.
Era un cuadro extraño aquel. Ahí, en la orilla del río, había dos hombres, parados uno frente al otro. Uno vestía un uniforme dotado de minúsculos pero complicados mecanismos, adherido al cuerpo; el otro la piel de un animal y sostenía un asta puntiaguda. Entre ellos había un abismo de diez mil generaciones y un espacio incalculable. Sin embargo ambos eran humanos. Como, evidentemente solía hacer en la eternidad, la Naturaleza había reproducido uno de sus modelos fundamentales.
Beltrán comenzó a hablar, paseando adelante y atrás con pequeños pasos nerviosos, y su voz parecía por momentos la de un loco.
—¡Se acabó Naay! Yo esperaba que nuestra amistad hubiese servido para sacar de la barbarie a tu gente en el transcurso de una docena de generaciones, pero estarán obligados a luchar solos para salir de la selva y necesitarán un millón de años para lograrlo. Lo siento… Hubiese podido hacer mucho. Yo quisiera quedarme, pero Tristán y Roldán hablan del deber… y supongo que tienen razón. Nosotros tres podemos hacer muy poco, pero nuestro mundo nos llama y nosotros no podemos abandonarlo.
Quisiera que tú pudiese comprender Naay. Quisiera que tu pudiese entender lo que digo. Te dejo estos artefactos; descubrirás el uso de algunos de ellos aunque es muy probable que en el transcurso de una generación se olvidarán completamente. Observa como corta esta hoja: transcurrirán eras antes que tu mundo logre construir una igual. Y mira también este objeto: si aprietas este botón… ¡ya está! Si lo usas con parsimonia te suplirá luz durante años, a pesar que en algún momento se agotará… tú verás el uso que podrás darle.
Mira las primeras estrellas que apuntan hacia el oriente. ¿Has observado las estrellas Naay? Quien sabe cuándo tiempo tendrá que pasar antes de que ustedes descubran qué son, y mientras tanto, quien sabe que les sucederá. Aquellas estrellas Naay, son nuestras casas y nosotros no podemos salvarlas. Muchas ya están muertas. Han sufrido explosiones colosales que ni yo mismo estoy en condiciones de imaginar. Entre cien mil años de los de ustedes, aquellas piras fúnebres llegarán hasta vuestro mundo y mirándolas la gente se preguntará de qué se trata. Pero en ese entonces, quizás también vosotros habrán sido capaces de alcanzar las estrellas. Quisiera prevenirles contra los errores que nosotros hemos cometidos y que ahora nos cuesta todo lo que hemos conquistado.
Es una suerte para ustedes que nuestro mundo se encuentre en la periferia del Universo. Pueden eludir el destino que a nosotros nos espera. Quizás un día sus naves explorando las estrellas descubrirán las ruinas de nuestros mundos y se preguntarán quiénes éramos. Y no sabrán jamás que nos encontramos en las orillas de este río cuando tu raza era todavía joven.
Ya están llegando mis amigos… no me conceden más tiempo. Adiós, Naay. Usa bien los objetos que te estoy dejando. Son los tesoros más grandes de tu mundo.
Una cosa enorme que brillaba a la luz de las estrellas estaba bajando del cielo silenciosamente. No tocó tierra, pero se paró solo un poco separado de la superficie y un rectángulo de luz se abrió en su costado. El gigante reluciente apareció en la noche y cruzó la puerta de oro. Beltrán lo siguió, parándose un instante en el umbral para saludar con un gesto de la mano. Luego las tiniebla los escondió.
Inmediatamente la nave subió con la velocidad del humo que se desprende del fuego. Cuando fue tan pequeña que Naay hubiese podido encerrarla en su puño, pareció fundirse en una larga estela luminosa que desapareció entre las estrellas. Desde el cielo llegó el ruido de un trueno sobre la tierra adormecida, y fue entonces que Naay comprendió que los dioses se habían ido para no regresar más.
Se quedó un largo rato a la orilla del río cuyas aguas fluían lentas y silenciosas mientras su alma era invadida por un sentimiento de pérdida que jamás olvidaría y que tampoco comprendería. Luego, con cuidado y reverencia recogió los obsequios que Beltrán le había dejado.
La solitaria silueta se encaminó bajo las estrellas hacia su casa en aquella tierra que no tenía nombre. A su espaldas el río corría callado y sinuoso hacia el mar a través de la fértil llanura en la cual, entre más de mil siglos los descendientes de Naay construirían la ciudad que se llamaría Babilonia.

Fin

Muchas gracias a Ermanno por esta historia, no olvidemos que está participando en el Desafío del Nexus, así que si disfrutaste de este cuento, recuerda votar con el botón de compartir en facebook.

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Ermanno Fiorucci

Lector empedernido de Ciencia Ficción cuando queda tiempo y Escritor por esa necesidad primaria de decir lo que pienso adaptado en un contexto muchas veces menos extraño que la misma realidad. Admirador sin titubeos de Isaac Asimov y Jean Paul Sartre. También conocido por mis amigos como "El Sire".

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