Óneiros

¿Porque ir a la búsqueda de otros mundos, otros planeta, otras galaxias, si tenemos una infinidad de mundos dentro de nosotros sin descubrir?

Nuestro amigo Ermanno Fiorucci nos complace con una nueva historia para participar en el Desafío del Nexus de Julio:

Óneiros

Recordando a Jack Vance

Maestro creando mundos.

Marcos volvió a tener el mismo sueño y logró despertarse con un grito ronco. Se sentó en la mitad de la cama y lanzó una mirada feroz a su alrededor… en la oscuridad violeta. Tenía los dientes apretados y descubiertos y los labios estirados en una mueca. A su lado sintió a Estrella, su esposa, moverse y levantarse. Marcos no la miró. Todavía bajo los efectos de la pesadilla, esperaba que el mundo le diese pruebas tangibles que existía.

Una silla se movió lentamente a través de su campo visual, y con un ruido apagado, fue a estrellarse contra la pared.

El rostro de Marcos se distendió levemente. Luego, Norah le apoyó la mano en su brazo, un contacto que pretendía ser sedante, pero quemaba como ácido.

Toma — dijo ella. — Bebe esto.

No — contestó Marcos. — Ya estoy bien.

Bébelo de todas maneras.

No, es verdad. Te aseguro que estoy muy bien.

En efecto se había liberado totalmente del dominio de la pesadilla. Ya era de nuevo él mismo y el mundo seguía siendo el acostumbrado… el de siempre. Este hecho era demasiado importante para Marcos; él no quería perderlo de vista exactamente ahora, ni siquiera a cambio de una sensación de paz y de distensión que podría proporcionarle un sedante.

¿Es el mismo sueño? — preguntó Estrella.

Sí, el mismo… pero prefiero no hablar de eso.

Como quieras.

Trata de subirme el ánimo” pensó Marcos. “La asusto, de la misma manera que asusto a mí mismo.”

Querido, ¿qué hora es?

Marcos miró el reloj

Las seis y cuarto. — Pero mientras miraba, vio la esfera de las horas dar un salto hacia adelante sorpresivamente. — No, son cinco para la siete.

¿No sería mejor que siguieras durmiendo?

No lo creo, querida… Por el contrario, prefiero levantarme de una vez.

Como quieras, amor— concedió Norah. Bostezó, cerró los ojos… los volvió a abrir y preguntó casi inmediatamente: —Querido, ¿no crees que sería conveniente volver a consultar…?

Ya hice la cita. Tengo consulta a las doce y diez — informó.

¡Magnífico! — aprobó, y volvió a cerrar los ojos. El sueño se apoderó de ella, mientras Marcos la observaba. Los cabellos color cobre se le transformaron en azul claro, y del pecho se le escapó un largo y pesado suspiro.

Marcos bajó de la cama y se vistió. Era, la mayor parte del tiempo, un hombre sólido e interesante, firmemente fácil reconocer. Tenía una erupción en el cuello. Su fisionomía era extrañamente nítida. Por lo demás no tenía ninguna otra característica específica, a excepción que vivía sometido a una pesadilla recurrente que poco a poco lo estaba volviendo loco.

Pasó las pocas horas siguientes en el porche de su casa mirando las estrellas transformarse en novas en el cielo del amanecer.

Más tarde salió para dar un paseo. La mala suerte quiso que se encontrara con Rodolfo Méndez a un par de cuadras de su casa. Varios meses antes, en un momento de debilidad, le había hablado de su sueño. Rodolfo era un tipo abierto, dicharachero, convencido defensor de la autodisciplina, del autocontrol, de la determinación, de la sensatez y de otra serie de fastidiosas virtudes. Su actitud tetrágona, practica, banal le había insuflado a Marcos, en ocasiones, un momentáneo alivio. Pero ahora, funcionaba como un abrasivo. Los individuos como Méndez eran, sin dudas, la sal de la tierra y la columna vertebral del país; pero para Marcos, que luchaba indefenso contra lo impalpable, lo etéreo,Méndez había llegado a transformarse de fastidioso, a perseguidor.

¿Entonces, Marcos, cómo está la vaina?

Bien — contestó. —Muy bien, en verdad.

Con una sonrisa amable trató de alejarse bajo un cielo que lucía un color verde diluido. Pero ¡no era muy fácil huir de Méndez!

Marcos, pana, estuve pensando en ese problema tuyo… Te diré que he estado muy preocupado por ti.

Bueno, me agrada saberlo… y te lo agradezco. Pero créeme, no vale la pena que te preocupes por esa pendejada.

No, hermano, me preocupo porqué considero que es mi deber — replicó diciendo la pura y deplorable verdad. — Yo me intereso por mi prójimo, Marcos. Siempre he sido así, desde muchacho. Y, tú y yo, somos amigos y vecinos desde ya bastante tiempo.

Sí, es verdad —admitió Marcos con voz apagada.

El peor lado de la necesidad de la ayuda es el estar obligado a aceptarla.

Bien Marcos, creo que el remedio ideal para ti, es que decidas regalarte unas pequeñas y plácidas vacaciones.

Para cualquier cosa, Méndez tenía lista una receta sencillísima. Considerando que practicaba la medicina del alma, sin tener licencia para ello, tenía mucho cuidado en no prescribir fármacos que hubiesen tenido que comprarse de contrabando, o por debajo de la mesa.

La verdad es que este mes me resulta un poco difícil tomarme unas vacaciones — le aclaró.

Ahora ya el cielo era rosa y ocre, tres palmeras se estaban secando y un viejo almendrón se había transformado en un joven cactus.

Méndez rio alegremente:

Hermano querido, ¡lo que no puedes permitirte, en este momento, es el no tomarte unos días de descanso! ¿Habías considerado esta posibilidad?

No… la verdad es que no.

¡Piensa en eso, entonces! Estás cansado, estresado, con los nervios hechos trizas. Te has matado trabajando…

No tanto, Rodolfo. Toda esta semana me quedé en casa de permiso — le aclaró.

Miró el reloj que, siendo de oro, se había convertido en plomo, pero la hora era generalmente precisa y confiable, y ya habían transcurrido dos de ellas, desde el momento en el cual había iniciado aquella conversación.

No es suficiente — seguía diciendo Méndez. — Te quedaste aquí en la ciudad, en el acostumbrado ambiente de trabajo. Necesitas, por el contrario, estar en contacto con la naturaleza. Marcos, ¿desde cuándo no haces un camping?

¿Un camping? Mira, Rodolfo, yo no recuerdo haber hecho un camping en toda mi vida.

¿Te das cuenta? Pana, sin coba, ¡tú necesitas ponerte en contacto con las cosas verdaderas! No las casas, los edificios y las calles asfaltadas, si no con las montañas, los ríos…

Marcos miró de nuevo el reloj y notó aliviado que se había convertido en oro otra vez, estaba feliz, le había costado bastante dinero… era un clásico.

Árboles, lagos — seguía recitando Méndez. — La sensación del olor del verde pasto que crece bajo tus pies, la vista, los altos picos negros que se desplazan a través de un cielo dorado…

Marcos sacudía la cabeza.

Yo he ido al campo, Rodolfo, y no sirvió de nada.

Méndez era obstinado:

Tienes que alejarte de las cosas artificiales.

Yo creo que todo es artificial Rodolfo. Árboles o palacios… ¿cuál es la diferencia?

Los edificios están hechos por los hombres — sentenció en tono místico Méndez, — pero es Dios quien hace los árboles.

Marcos tenía sus razonables dudas acerca de las dos afirmaciones, pero ni se le ocurría exponérselas a Méndez.

Sí, a lo mejor tienes razón — dijo. — Reflexionaré sobre ello seriamente

Hazlo — lo exhortó Méndez. — Conozco el lugar ideal para ti… ¡La Colonia Tovar! Ese chalet en la cima de la colina, en medio de un sembradío de duraznos y begonias…

Méndez era un maestro de las descripciones interminables. Afortunadamente, para Marcos, sobrevino una distracción: una de las casas en la acera de enfrente se incendió de pronto.

Mira, ¿quién vive ahí? —preguntó Marcos.

La familia Rondón — informó Méndez. — Es su tercer incendio este mes

Creo que deberíamos dar la alarma.

Tienes razón. Yo me encargo de hacerlo…. Piensa en ese chalet en la colina de la Colonia Tovar, Marcos.

Méndez dio la vuelta para irse, y en ese momento acaeció algo divertido. Cuando Méndez intento subirse a la acera, el asfalto se licuó bajo su zapato izquierdo. Sorprendido, se hundió hasta el tobillo. Proyectado, como estaba, hacia adelante, cayó cual largo era con la cara hacia el piso.

Marcos corrió para ayudarlo a salir del problema antes que el asfalto se endureciera.

¿Te lastimaste?

Me torcí el tobillo — murmuró Méndez. — No es grave, puedo caminar.

Se alejó cojeando para ir a denunciar el incendio. Marcos se quedó ahí parado para observar las llamas. Tenía la impresión que el incendio se había generado por combustión espontánea, y pocos minutos después, tal como él lo presentía, el fuego se apagó por decombustión espontánea.

No era bonito alegrarse del mal ajeno, pero Marcos no podía evitar reírse pensando al tobillo torcido de Méndez. Ni siquiera la repentina inundación, generada por una pleamar a lo largo de la avenida principal, logró quitarle el buen humor. Sonrió a algo que en aquel momento estaba cruzando el cielo, un gracioso y elegante barco de vapor con chimeneas doradas y relucientes.

Lego recordó la pesadilla y le asaltó el pánico de nuevo. Con pasos apurados se dirigió al consultorio de su psiquiatra.

Aquella semana el consultorio del doctor Casal era pequeño y oscuro. El viejo sofá gris había desaparecido; en su lugar estaban dos butacas Luis XV y una hamaca. La alfombra gastada se había autoretejido, por fin, y en el techo marrón podía notarse la quemadura de un cigarrillo. Pero el retrato de Freud estaba en su lugar, colgado en la pared y el grueso cenicero informal lucía escrupulosamente limpio.

La puerta interna se abrió y la cabeza del doctor Casal se asomó.

Hola — dijo. — Ya voy a estar listo. — La cabeza se retiró.

El doctor Casal era un hombre muy cumplido y de palabra. Empleó tres segundos exactos, de acuerdo al reloj de Marcos, para terminar lo que estaba haciendo. Otro segundo, y Marcos estaba acostado en el sofá de piel, con una toallita de papel limpio bajo su cabeza. El doctor le estaba preguntando con aparente interés:

Marcos, ¿cómo te va y… cómo está todo?

Como siempre… quizás peor.

¿La pesadilla?

Marcos hizo un gesto afirmativo con la cabeza

Probemos a examinarla desde el comienzo.

La verdad es que no creo que me atreva.

¿Miedo?

¡Más miedo que nunca… yo diría pánico!

¿También en este momento?

Sí, especialmente en este momento.

Siguió un instante de silencio terapéutico. Luego el doctor Casal observó:

Has conversado conmigo, en las otras consultas, acerca del miedo que te provoca ese sueño; pero nunca me has dicho la razón por la cual te da tanto miedo.

Bueno… la razón… realmente, parece ser bastante estúpida.

La cara de Casal permanecía seria, tranquila y reposada: era el rostro de un hombre que nunca encuentra estúpido nada… un hombre que era constitucionalmente incapaz de encontrar estupidez en alguna cosa. Probablemente se tratara de una pose, pero era una postura que Marcos encontraba tranquilizante.

Muy bien te lo voy a decir — dijo Marcos bruscamente. Luego calló.

Adelante, pues — lo exhortó el doctor Casal

Creo que, no sé cómo, pero de alguna manera que todavía no comprendo…

Sí, continúa — lo animó Casal

Creo que de un modo u otro, el mundo de mi sueño está a punto de convertirse en un mundo real… — volvió a interrumpirse. Luego continuó de un solo jalón. — Quiero decir que creo que uno de estos días me despertaré y me encontraré en aquel mundo. Y entonces ese mundo se convertirá en el real… en el verdadero y este será un sueño.

Movió la cabeza para observar el efecto causado por esta absurda observación: si Casal estaba preocupado, no lo demostró. En ese momento intentaba encender, con extrema tranquilidad, su pipa con la punta incandescente del dedo índice de su mano izquierda. Sopló sobre su dedo para apagarlo y dijo:

Sí, por favor, continúa.

¿Continúa? ¡Pero eso es todo! ¡Esa es toda la jodida historia!

Una mancha grande como una moneda apareció en la alfombra violeta del consultorio. Se oscureció, se hizo más espesa, creció hasta convertirse en un arbolito frutal. Casal desprendió una pequeña manzana roja, la olió y luego la depositó sobre el escritorio. Miró a Marcos con expresión severa y… con tristeza.

¡Tú ya me habías hablado de ese mundo de tu sueño!

Marcos afirmó con la cabeza.

Lo hemos discutido, también descubrimos el origen y lo analizamos para que tú pudiera controlarlo. En los meses transcurridos hemos descubierto, creo, la razón por la cual tú sentía la necesidad de hacerte daño con este miedo que te provoca la pesadilla.

Marcos seguía afirmando con la cabeza, evidentemente compungido.

Y, sin embargo, todavía rechazas la introspección — continuó Casal. — Olvidas, cada vez con más frecuencia, que el mundo de tu sueño es solo eso: un sueño… nada más que un sueño, generado por arbitrarias leyes oníricas, que tú mismo has inventado para satisfacer tus necesidades síquicas.

Quisiera en verdad poder creerlo — aseguró Marcos. — El problema consiste en que el mundo de mi sueño es tan jodidamente lógico… sensato.

¡Nada que ver! — cortó Casal. — La verdad del asunto es que tu engaño es hermético, cerrado en sí mismo y autosuficiente. Las acciones de un hombre se fundamentan en determinadas premisas acerca de la naturaleza del universo. Tú das por descontadas esas premisas, razón por la cual, la conducta de un hombre se convierte en absoluta y definitivamente razonable. Pero cambiar aquellas premisas, aquellos axiomas fundamentales, es prácticamente imposible. Por ejemplo, si un individuo cree que toda su actividad física y síquica, está controlada por… qué sé yo… una voz… o una onda de radio misteriosa que solo él puede escuchar, ¿cómo hace uno para demostrarle que no es verdad?

Entiendo el problema — murmuró Marcos. —¿Ese sería más o menos mi caso?

Sí, Marcos… de hecho ese es tu caso. Tú quieres que yo te demuestre que este mundo es real y que el mundo de tu sueño es falso. Estás ganado por la idea de abandonar tus fantasías, siempre y cuando yo te muestre las pruebas necesarias.

¡Sí, es eso precisamente lo que quiero! — Gritó Marcos.

Pero, date cuenta, yo no puedo proporcionártelas. La naturaleza del mundo es visible, pero no demostrable.

Marcos se quedó reflexionando por unos segundos. Luego preguntó:

Mire Docto… yo no estoy enfermo como el tipo ese de la voz, o de la radio de su ejemplo ¿verdad?

No, no lo estás. Tú eres más reflexivo, más racional. Tienes algunas dudas sobre la realidad del mundo, pero, afortunadamente, también las tienes sobre la realidad de tu trampa, de tu fijación…

Entonces trata de ayudarme — rogó Marcos. — En verdad entiendo tu reserva ética, pero te juro que aceptaré cualquier cosa que me pueda inducir a aceptar, lógica y comprensiblemente…

—… Mira, no es mi área — objetó Casal. — Este tipo de cosas deben ser abordadas por un metafísico. No creo estar muy dotado… Ser suficientemente experto…

Pero trata, de todos modos —suplicó Marcos.

Muy bien, hagamos la prueba. — Casal se concentró, arrugó y distendió la piel de la frente. Luego comenzó:

Me parece que todos nosotros inspeccionamos el mundo a través de nuestros sentidos, en consecuencia, en última instancia, debemos aceptar el testimonio de esos sentidos. — Marcos hizo una señal de sentimiento y el doctor continuó- — Esa es la razón por la cual sabemos que una cosa existe, porque nuestros sentidos nos dicen que en efecto existe. ¿Cómo controlamos la meticulosidad de nuestras observaciones? Comparándolas con las observaciones sensoriales de los otros seres humanos. Sabemos que nuestros sentidos no mienten, cuando los sentidos de los otros individuos concuerdan acerca de la existencia de la cosa que nos ocupa.

Marcos reflexionó un instante y luego observo:

¿Se debe deducir entonces, que el mundo real es simplemente aquel que la mayor parte de los seres humanos piensa que sea?

Casal torció la boca:

Yo te dije que la metafísica no es mi fuerte. Sin embargo creo que la tuya es una definición aceptable.

Docto… Pero supongamos que todos los demás observadores se equivocan. Supongamos que existen muchos mundos con muchas realidades, no uno solo. Supongamos que esta sea, sencillamente, una existencia fortuita dentro de una infinidad de existencias. O, quizás, que la naturaleza de la misma realidad sea capaz de sufrir mutaciones y que de alguna manera yo tengo la facultad de captar esas mutaciones.

Casal suspiró, halló un pequeño murciélago verde que estaba aleteando en el interior de su bata y, distraídamente, lo aplastó con una regla.

¡Vuelve la burra al trigo! — sentenció. — Yo no tengo pruebas para poder desmentir ni una sola de tus suposiciones… Amigo, creo que sería mejor volver a examinar tu sueño desde el comienzo.

Marcos hizo una mueca

No me gustaría. Tengo el presentimiento…

Sé que lo tienes — interrumpió Casal con una ligera sonrisa. — Pero, después de todo, esto servirá, de una vez por todas, para demostrar los fundamentos o las superficialidades de tus dudas.

Sí, creo que sí — admitió. Luego. Hizo de tripas y corazón, se armó de valor y dijo:

Bien, la manera como inicia… o sea… el modo en el cual comienza mi sueño…

No había concluido de pronunciar las primeras palabras, que ya se sintió abrumado por el horror. Se sentía aterrorizado, preso de la náusea, la cabeza le daba vuelta. Trató de levantarse del sofá. La cara del doctor flotó sobre él como un globo. Vio un destello metálico, y escuchó que Casal le decía:

Trata de relajarte… es una crisis pasajera… trata de pensar en algo placentero.

Luego, o Marcos, o el mundo, o ambos se hundieron en el olvido.

Marcos, o el mundo o ambos recuperaron el conocimiento. El tiempo podía haber o no haber transcurrido. Cualquier cosa podía haber o no haber sucedido. Marcos se levantó y miró a Casal.

¿Cómo te sientes ahora? — le preguntó este.

Estoy extraordinariamente bien — le aseguró Marcos. — ¿Qué fue lo que pasó?

Sufriste una terrible crisis. Trata de estar tranquilo, de no excitarte.

Marcos volvió a caer sobre el sofá de piel y trató de controlarse y recuperar la calma. El doctor, sentado detrás de su escritorio, garabateaba algunas notas en un cuaderno. Marcos, con los ojos cerrados, contó hasta veinte; luego se esforzó en abrirlos poco a poco. Casal estaba todavía escribiendo.

Miró a su alrededor. Contó cinco cuadros colgados a la pared, volvió a contarlos, miró la alfombra verde… se quedó mirándola por un momento, con el ceño fruncido, luego volvió a cerrar los ojos.

Esta vez contó hasta cincuenta.

Bien, ¿te sientes en condiciones de hablar ahora? — preguntó Casal cerrado el cuaderno.

No… la verdad es que en este momento no — contestó Marcos. (Cinco cuadros, alfombra verde).

Como quieras — convino el doctor. — De todos modos creo que el tiempo de la consulta ya casi terminó. Pero si quieres seguir acostado todavía un rato, en la sala de espera…

No, gracias, me iré a casa.

Se levantó, cruzó la alfombra verde hasta la puerta, giró la cabeza para mirar los cinco cuadros y a su amigo Casal, quien le sonreía con expresión alentadora. Luego Marcos cruzó la puerta y entró en la sala de espera, la cruzó hasta la puerta de salida, salió, recorrió el corredor al final del cual encontró las escaleras y salió a la calle.

Comenzó a caminar observando los árboles, en los cuales las hojas verdes se movían dóciles y regularmente por los efectos de la suave brisa. El tráfico fluía ordenadamente hacia abajo por un lado de la calle y hacia arriba por el otro. El cielo era de un azul que lucía inmutable y que, evidentemente, se mantenía así desde unas cuantas horas.

¿Sueño? Marcos se pellizco. ¿Un pellizco soñado? No se despertó. ¿Probó con un grito? ¿Un grito imaginario? Tampoco se despertó.

Estaba caminando a lo largo de la calle en el mundo de su pesadilla.

La calle, a primera vista, parecía una calle típica de cualquier ciudad. Había piedras, asfalto, carros, transeúntes, un cielo ahí arriba y un Sol en él. Todo perfectamente normal. Excepto que ¡no sucedía nada!

Ni una sola vez la acera se hundió bajo sus pies. Allá al fondo y a la derecha estaba el Banco de Venezuela, que permanecía allí, sin dudas, desde el día anterior. Esto ya era grave; pero sería peor todavía si hubiese estado ahí, sin fallar, también la mañana siguiente, el día siguiente a la mañana siguiente y el año sucesivo. El Banco de Venezuela, fundado desde el año de la pera estaba carente de todas posibilidades. Jamás se convertiría en una tumba, en un avión, en el esqueleto de un animal prehistórico. Se quedaría como un obtuso edificio de cemento y acero, locamente aferrado a su propia inmutabilidad, hasta que unos hombres, armados de herramientas, montados en tractores, llegarían algún día a derribarlo.

Marcos caminaba a través de aquel mundo solidificado, bajo un cielo azul que apenas dejaba filtrar un poco de blanco en los márgenes, como prometiendo, insinuando algo que luego no se cumpliría jamás. El tráfico se movía implacablemente a la derecha. La gente cruzaba en los rayados peatonales, los relojes, a excepción de algunos minutos de diferencia, marcaban la misma hora.

De alguna parte, más allá de la ciudad, se extendía el campo, pero Marcos sabía que el pasto no crecía en absoluto bajo los pies, sencillamente estaba ahí, inmóvil y crecía, sí, por supuesto que crecía, pero imperceptiblemente, de una manera que los sentidos no podían captar. Y las montañas eran todavía altas y oscuras, pero parecían gigantes bloqueados a mitad del camino. Nunca hubiesen podido marchar contra un cielo dorado, o sepia, o verdoso.

La esencia de la vida, había dicho alguna vez el doctor Casal, era el cambio. La esencia de la muerte es la inmovilidad.

Hasta en un cadáver permanecen trazas de vida mientras la carne está en proceso de descomposición, mientras los gusanos continúan a banquetearse sobre sus ojos apagados y las moscas chupen los flujos de las entrañas explotadas.

Marcos miró a su alrededor, y ¡tuvo conciencia que estaba observando el cadáver del mundo! En ese momento adquirió la profunda certeza que ese mundo, el mundo de sus sueños estaba definitivamente muerto.

Lanzó un alarido. Continuó gritando mientras la gente se reunía a su alrededor y lo observaba, pero no hacía nada, no se convertía en nada. Llegó inmediatamente un agente policial, exactamente como era de esperarse, pero el sol no cambió de forma ni una vez y, poco después, una ambulancia llegó desde el fondo de la calle inmutable. Una ambulancia sobre cuatro ruedas, en vez de tres, o sobre veinticinco, que hubiese sido mucho más divertido, y algunos hombres con bata blanca lo transportaron hasta un edificio que estaba ubicado exactamente en el lugar en el cual ellos esperaban encontrarlo, y hubo una cantidad de reuniones y charlas por parte de gente que lo rodeaba sin transformarse jamás, y les hacían preguntas en una habitación con paredes implacablemente limpias.

Y vino la noche… y vino la mañana… y aquel fue el primer día.

Fin

Muchas gracias Ermmano, efectivamente tu historia me recordó a Vance.

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Ermanno Fiorucci

Lector empedernido de Ciencia Ficción cuando queda tiempo y Escritor por esa necesidad primaria de decir lo que pienso adaptado en un contexto muchas veces menos extraño que la misma realidad. Admirador sin titubeos de Isaac Asimov y Jean Paul Sartre. También conocido por mis amigos como "El Sire".

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