Saludos amigos, comenzamos El Nuevo Desafío del Nexus con uno de nuestros autores más emblemático, el Sire, Ermanno Fiorucci, quien ya es una leyenda entre los escritores de La Cueva del Lobo.
Ermanno nos cuenta un relato envuelto en misterios, historias dentro de otra historia y una mente febril que no se detiene:
Ma Kuare Juri
Cada tarde, cuando el húmedo crepúsculo se extendía sobre los caños del Delta, la Figura aparecía y se paseaba por la playa. Entumecido en la silla de extensión de mimbre, bajo la lona que fungía de porche de su carpa, Eduardo Lugo, observaba esa silueta ondulada deslizándose lentamente sobre las irregularidades del terreno. En la opaca luz magenta, el crepúsculo iluminaba, como un pálido faro, las playas húmedas y ese cuerpo escultural como si fueran fosforescentes.
Los caños más cercanos estaban a unos tres cientos metros del emplazamiento, pero por alguna extraña razón, la aparición de la Figura coincidía, casi siempre, con la disminución de la fiebre de Lugo al atardecer.
Al bajar la fiebre, llevándose consigo el familiar diorama de fantasmas, él, con gran esfuerzo, se erguía en su silla de extensión y descubría a su Quimera en la playa, como si se tratase de la materialización de sus sueños. Involuntariamente, hurgaba con la mirada la arena alrededor de la carpa, tratando de encontrar huellas de sus húmedos pies.
—Me extraña que aparece casi siempre a la misma hora — le comentó a su oficioso ayudante warao, quien acababa de salir de la carpa-comedor y lo estaba cubriendo con una manta. — Miras y no ves nada, pero un instante después está allí, casi flotando dulcemente sobre la arena de la playa.
—Seguro se trata de una Kanobotuma… — le aclaró, con paciente condescendencia, su ayudante. — ¿Usted está sintiendo frío, ingeniero? — le preguntó, preocupado, el indio.
—Mírala ahora, antes de que la luz desaparezca totalmente. ¡Es extraordinaria! Debe existir un instante bien definido en el cual ella… sí… sí seguro… seguro. A propósito, ¿qué cosa es eso de la Kanobotuma?
Wamán, era un warao de unos treinta años, más o menos, y el jefe de los trabajadores waraos involucrados en el proyecto.
—Son seres sobrenaturales. Su parte espiritual la conocemos con el nombre de “jebu”, mientras que su parte corporal se llama Kanobotuma que significa nuestros antepasados y pueden ser de ambos sexos. El más poderoso de todos es el Hebu a Kanobo (nuestro abuelo), que reside en la piedra sagrada que custodian los Wisiratu, que son los chamanes más importantes y muy necesarios en nuestra comunidad.
Continuó arreglando la manta mirando fijamente a Eduardo Lugo.
Apoyado, con evidente esfuerzo, sobre su codo, Lugo vio retirarse la última luz sobre los caños llevándose consigo la imagen de la Kanobotuma.
—¡Te he dicho más de una vez que no te atraviese carajo!
Cada tarde, a medida que el calor ambiental aumentaba, aparecía, como si conociera sus conscientes y regulares intervalos febriles.
—Ingeniero, ¿quiere que le traiga más cobijas?
—No, por el amor de Dios, con estas que tengo es suficiente.
Con la llegada del crepúsculo, Lugo sentía escalofríos, pero ignoraba, con obstinación, aquel sentimiento incómodo.
Miraba su propio cuerpo inerte, cadavérico, tendido bajo las cobijas, observándolo con una indiferencia mayor a la que había experimentado por los desconocidos indios moribundos en el improvisado hospital de campo de Curiapo… En aquellos indios había, por lo menos, un descanso pasivo, un sentido de la integridad de la carne y del espíritu todavía intacta, integridad reforzada, quizás, por la deficiencia de una de sus dos componentes.
A él le hubiese gustado adquirir, precisamente, aquel paradigma de fatalismo, de hecho hasta el más desafortunado de aquellos indios, identificándose con el irrevocable flujo de la naturaleza, había superado una cantidad de años muy superior a la del más longevo europeo o norteamericano, quienes estaban siempre obsesionados por la conciencia del tiempo, y en consecuencia tratando de encajar constantemente su vida en las llamadas experiencias significativas.
Por su parte, Lugo, se daba cuenta de que se había limitado a tirar a la basura su propio cuerpo, separándose de él como si se tratara de un compañero, no aprovechable más, en un funcional consorcio de intereses. Esa monumental ausencia de lealtad, lo deprimía.
—No es esto lo que nos convierte en mortales, Wamán, — dijo dándose una palmada en sus miembros huesudos — si no nuestro maldito ego. — Sonrió maliciosamente al indio. — Es un concepto que le gustaría a Carla, ¿no crees?
El ayudante estaba observando la combustión de los desperdicios que ardían detrás de la carpa-comedor. Miró fijamente el cuerpo tendido en la silla de extensión con ojos fieros, brillantes como puntas de flechas a la luz aceitosa del fuego.
—¿Ingeniero? Usted quería…
—Nada, nada — cortó Lugo. — Tráete dos tragos de ron, soda y un par de sillas más. ¿Dónde está la señorita Carla?
Al notar que Wamán tardaba en contestar, levantó la mirada hacia él. De pasada sus ojos se encontraron en un momento de absoluta claridad.
Quince años atrás, cuando el ingeniero EduardoLugo llegó al Delta del Orinoco con el primer contingente, para hacerse cargo del reactivado proyecto cuyo nombre original fue: La Conquista del Sur, Wamán, era solo un joven cuya función era la de mensajero y fac totum del emplazamiento. En la actualidad era un indio veterano, con las mejillas cubiertas por una espesa red de cicatrices y unas cuantas arrugas, e indiscutible conocedor de todos los secretos de la comunidad.
—Su secretaria Carla… está descansando — contestó enigmático. Luego, con la intención de cambiar el tiempo y la dirección del diálogo, agregó: — ¿Quiere que avise al arquitecto Morán, y luego le traigo el ron y una compresa caliente, ingeniero?
—Muy bien, Wamán.
Con una sonrisa irónica Lugo se dejó caer de nuevo sobre la silla de extensión, escuchando los pasos del ayudante que se alejaba silencioso sobre la arena.
A su alrededor se oían los ruidos apagados del emplazamiento: el goteo del agua en el cubículo de la ducha, los diálogos a sotto voce de los indios, el ladrido de un perro solitario esperando acercarse al montón de desperdicios…
Sentía como si estuviese deslizándose hacia abajo, dentro de su cuerpo grácil y cansado, tendido delante de él como una colección de huesos dentro de un saco, tratando de reanimar en sus miembros la sensación del contacto y de la presión, que estaban poco a poco debilitándose.
Bajo la claridad lunar, las blancas playas del Delta lucían como bloques luminosos de yeso, y los animales noctámbulos pululaban en las pendientes como exóticos adoradores de un místico sol nocturno. Ella, la Kanobotuma, estaba a su lado masajeando, delicada y amorosamente su cuerpo adolorido.
Media hora después estaban saboreando sus respectivos tragos de ron los tres juntos, al aire libre, pintado de azul cobalto, delante de la carpa de Eduardo Lugo…
Reanimado por el místico masaje, Lugo logró sentarse erguido sobre la silla de extensión y gesticulaba moviendo aquí y allá su vaso. El ron le había esclarecido, por el momento, su cerebro.
Generalmente era reacio a hablar de la aparición de espíritus locales en presencia de su secretaria y, mucho menos, de Roberto Morán, pero el evidente incremento de la frecuencia de las apariciones de su Kanobotuma, parecía ser suficientemente importante para merecer alguna acotación. Sin contar, por supuesto, con el placer, vagamente perverso, (aunque ya no tan divertido como en el pasado…) de ver a Carla estremecerse al oír hablar de espíritus y fantasmas.
—El hecho más insólito — explicó — es como emerge del agua y aparece en la orilla repentinamente. Pienso y creo que debe existir cierto nivel de luminosidad, una cantidad exacta de fotones en presencia de los cuales ella reacciona, presumiblemente, de manera instintiva.
El arquitecto Roberto Morán, asistente de Lugo en el proyecto y, a consecuencia de la misteriosa enfermedad que aquejaba a este, fungía como jefe ejecutivo del programa, lo observaba incómodo desde el borde de su silla de campaña, mientras olía el aroma de su ron. Luego, con cautela, preguntó:
—¿A qué cree que se deba este repentino incremento de las apariciones?
—Rob, por favor! — Carla le dirigió a Morán una mirada de mártir cansada. — ¿Es absolutamente necesario hablar de eso?
—La respuesta me luce evidente — intervino Lugo, respondiéndole a Morán. — Durante el verano el Delta muestra su aridez y comienza a parecerse a las lagunas, casi desérticas, que se extendían por estos parajes cincuenta millones de años atrás. Esos espíritus eternos, deben tener grabado, probablemente, lo que podríamos definir como un paisaje interno codificado, una imagen del Paleoceno tan clara como nuestros recuerdos de Caracas o Maracaibo. — Con las mejillas hundidas por las sombras que generaba el fuego que ardía en la cercanía, volteó hacia su secretaria. — ¿Qué te parece Carla? No me vayas a decir ahora que no te recuerdas de Caracas o de Maracaibo.
—Ni yo misma sé si los recuerdo. — Apartó un mechón de pelo de su frente. — Solo quisiera que tú no estuvieras constantemente pensando en fantasmas y espíritus.
—Te confieso que comienzo a comprenderlos. Siempre me desconcertaba el cómo y el por qué aparecía a la misma hora. Por otra parte, debido a mi salud, no tengo más nada que hacer. No pretendo, por cierto, quedarme sentado aquí mirando a lo lejos esos puñeteros edificios en construcción, quintas, avenidas y parques de la futura y, presuntamente, hermosa y pujante Nueva Curiapo.
Por esa misma razón, algún tiempo atrás, le había ordenado a Wamán desmontar la carpa y voltearla de noventa grados, con el fin de que pudiese contemplar, con más comodidad, la última luz del atardecer que se apagaba sobre el Delta por el occidente.
Las hogueras, que en esta posición tenía enfrente, brindaban, en el peor de los casos, algún asomo de movimiento.
Y fue así como, Lugo, de tanto mirar fijamente, durante horas, la interminable extensión de pequeños canales y bajíos de lodo, cuyas siluetas tortuosas devenían siempre más serpentinas, a medida que el nivel del agua bajaba, debido a la prolongada sequía veraniega, en el transcurso de cierta tarde, descubrió a su Kanobotuma.
—Estoy casi comenzando a creer que debe ser consecuencia de una deficiencia de oxígeno disuelto — comentó Roberto Morán. Y, al darse cuenta de que Lugo lo miraba con expresión de crítico disgusto, agregó: —Jung sostiene que un fantasma o un espíritu son, fundamentalmente, símbolos del inconsciente y que su aparición constituye el aviso de una crisis de la psiquis.
—Presumo que tendría que aceptar esa teoría — comentó Eduardo Lugo, y con una sonrisa algo forzada agregó — aunque siempre creí que esa teoría de Jung hacía referencia a los reptiles y no a los fantasmas y espíritus. Sin embargo, por las dudas, debería aceptarla, ¿no lo crees así Carla? — Antes de que la secretaria, que estaba distraída mirando las hogueras con expresión ausente, pudiese contestar, continuó diciendo: — Debo confesar que suelo discrepar con muchas de las premisas y conceptos de Jung; para mí un fantasma o un espíritu es un símbolo de trasformación… Cada atardecer, las lagunas del Paleoceno son recreadas allá abajo, no solo para los fantasmas y espíritus, sino también para mí y para vosotros, siempre que todos nosotros estemos dispuestos a mirar. No en balde los espíritus y fantasmas son emblemas de sabiduría eterna.
Roberto Morán miró con entrecejo fruncido el fondo de su vaso.
—No estoy muy seguro de eso. Suelo sostener que fue el hombre primitivo el que tuvo que asimilar los sucesos del mundo exterior a su propia psiquis.
—¡Correctísimo! — replicó Lugo. — ¿Qué otro significado tendría entonces la Naturaleza si no aquel de poder ilustrar alguna experiencia interna? Los verdaderos paisajes, los reales son, justamente, los íntimos o, si así lo prefieren, la proyección externa de ellos, como, por ejemplo, ese Delta. —Entregó el vaso vacío a la secretaria. — ¿Coincides conmigo, Carla, o tú concibes a los fantasmas y espíritus partiendo de un punto de vista freudiano?
El sutil flechazo, lanzado con un gélido humor que se había convertido, desde algún tiempo, en una característica de Lugo, trasladó, de inmediato, la conversación a un punto muerto.
Morán, contrariado, miró el reloj deseoso de alejarse de su jefe y de su patética vulgaridad.
Por una muy curiosa paradoja, la antipatía que Lugo sentía por su asistente estaba alimentada por la reticencia de este a rebatirle sus argumentos, con propiedad, más que por la relación, todavía ambigua, entre Morán y Carla. La meticulosa neutralidad y el comportamiento educado de Morán se le parecían a un intento de conservar intacto un mundo al cual Lugo le había dado la espalda; aquel mundo en el cual no había ni fantasmas y tampoco espíritus en las playas; un mundo en el cual los acontecimientos se desarrollaban en una única línea temporal como la desenfocada proyección de un objeto tridimensional provocada por una cámara oscura defectuosa.
Lugo, igual que Hamlet, solía aprovechar, cada vez con mucha más frecuencia, los ya escasos e incomodos intervalos de lucidez, que solían ocurrir cuando la fiebre bajaba, para emitir sus comentarios más hirientes.
Por otra parte, la aversión que Carla le inspiraba no era nada personal, solo era parte del cordial disgusto que sentía por la casi totalidad del género humano. E incluso esa misantropía, tan profundamente arraigada, no era más que el reflejo de su perenne auto desprecio. Si eran muy pocas las personas que le agradaban, igual de raros eran los momentos en los cuales él mismo se toleraba.
—¿Creen que mandarán un avión? — fue lo primero que preguntó Carla, por la mañana, después del desayuno. — Escuché un ruido, y creí…
—Lo dudo. — Morán escrutó el cielo desierto. — No hemos pedido que mandaran uno. La pista de aterrizaje de Curiapo está en mal estado y, por lo tanto cerrada.
—Pero habrá algún médico, ¿no? ¡Presumo que no todos se fueron para la ciudad!
—Sí, hay un médico en el caserío de La Horqueta … pero depende permanentemente de las autoridades locales.
—Seguramente es un idiota alcoholizado — intervino Lugo. — Me rehúso a dejarme tocar por sus manos sucias. Olvídate del doctor, Carla… También admitiendo que alguien esté dispuesto a llegar hasta aquí, ¿cómo crees que lo logrará?
—Pero Eduardo…
Lugo señaló molesto los brillantes islotes de lodo.
— Todo el Delta se está secando, como una bañera de agua sucia; nadie querrá arriesgarse a sufrir un ataque de malaria solo porque yo necesito atención médica. Además aquel muchacho enviado por Wamán tuvo, quizás, particular cuidado de no alejarse mucho del emplazamiento.
—Pero Wamán nos ha asegurado que ese muchacho era muy responsable. —Carla contemplaba angustiada a su jefe que se apoyaba en el espaldar de la silla de extensión. — Rob, ¿cómo no se te ocurrió ir con él? No es un recorrido más largo de unos setenta kilómetros. A esta hora ya hubiesen llegados.
Morán asintió mortificado.
—El caso es que yo no creía que…. Pero, de todas manera, no se preocupe, ya verá que todo irá muy bien. ¿Cómo se siente, hoy, ingeniero?
—¡Divinamente bien! — Lugo seguía mirando el Delta. Se dio cuenta que Morán lo estaba observando con una extraña mueca.
—¿Qué pasa Roberto? ¿Te molesta mi olor a madera de cedro? — Y de pronto en un improviso arrebato de exasperación fustigó diciéndole — Hágame un favor, amigo, dese una vuelta por el emplazamiento ¿sí?
—¿Cómo…? — Morán lo miraba desconcertado. — Por supuesto ingeniero.
Lugo se quedó mirando la silueta del arquitecto que se alejaba erguido en medio de las carpas.
—Es siempre muy correcto, ¿verdad? Pero todavía no ha aprendido a reaccionar frente a los insultos. Es necesario que yo le haga ejercitar un poco.
Carla movió lentamente la cabeza.
—¿Por qué actúas de ese modo? Sin él estuviéramos metidos en un gran lío y tú lo sabes muy bien. No me parece que esté siendo muy justo con él.
—¿Justo? — Lugo repitió la palabra con una mueca. — ¿De qué carajo estás hablando? ¡Por Dios, Carla!
—Está bien. Ess-táa bien — repitió pacientemente Carla. — Lo digo solo porque no deberías dedicarle la frustración que, evidentemente, provoca tu misteriosa enfermedad.
—Es que yo no le hago responsable de nada… ¿O es eso lo que insinúa tu Rob?
—¡Para nada… eso no es cierto!
Con actitud petulante, Lugo, dejó caer su puño sobre el apoya-brazos de su silla de extensión.
—¡Yo creo que sí lo es! — Miró con el entrecejo fruncido a su secretaria, con los finos labios comprimidos enmarcados por la hirsuta barba. —No temas, querida, eso lo harás tú también, antes de que esta historia termine.
—Eduardo, ¡por favor…!
—Pero, después de todo, ¿qué quieres que me importe? — Lugo se dejó caer hacia atrás exhausto. Luego, algo recuperado y, repentinamente poseído por una curiosa y casi eufórica, calma siguió: — El Doctor Roberto Morán. ¡Cómo le gusta presumir de doctor! Yo, a su edad, no hubiese tenido el atrevimiento. Un modesto diploma, por trabajos que, prácticamente, fueron obra mía, le permite asumir, de manera presuntuosa, que tiene derecho a merecer el título de doctor.
—Pero tú también…
—¡No digas estupideces, Carla! A mí ya me han sido ofrecidas un par de cátedras.
—Y tú no has querido degradarte aceptándolas — comentó la secretaria con un toque de ironía.
—En efecto no las he aceptado — confirmó Lugo con vehemencia. — ¿Sabes acaso lo que es la USB, Carla? ¡Es una congregación de individuos como Roberto Morán! Además yo tenía entre manos algo mejor para hacer… Podría haberme casado con una mujer rica. Una dama hermosa, encantadora, y, aunque de manera algo ambigua, mostraba respeto por mi ingenio poco común… Pero, desafortunadamente,… era rica.
—Y, ¿cuál fue el gran problema en ese caso?
—La gente que se casa por interés, no se gana esa plata… y yo preferí ganar mi propio dinero.
—¿Muy ético y… heroico — comentó Carla con ironía.
Lugo sonrió entre sí…
—Una cosa debo reconocerte, Carla y es que tú sabes reaccionar adecuadamente frente a los insultos. Creo que es una cuestión de temperamento o, quizás, de casta. Sin embargo me extraña que tú ya no sea ya tan quisquillosa con respecto a ese Morán.
—¿Quisquillosa? — Carla rió incómoda. — No veo en qué sentido tendría que serlo. Roberto es muy cortes y servicial… hecho que tú también admitías cuando lo escogiste como tu asistente…
Lugo estuvo a punto de responder adecuadamente, cuando un frío repentino le atenazó el pecho y la piel. Se cubrió débilmente con las cobijas, abrumado por un inmenso cansancio y un sentido de inercia. Miró con ojos vidriosos a su secretaria, olvidando totalmente el contrapunteo mordaz.
El sol ya había desaparecido y un tétrico color gris se extendía sobre el delta, iluminado durante un breve instante por la aparición etérea y flotante de su querida Kanobotuma. En el esfuerzo de conservar esa imagen, el hombre se estiraba luchando contra la pesadilla que le aplastaba el pecho, luego se deslizó hacia atrás en un abismo de vértigo y nausea
—Carla…
De inmediato las manos de la mujer se posaron sobre las suyas y su hombro le sostuvo la cabeza. Lugo arqueaba por los conatos de vómito, luchando, con su musculatura tendida, como la cuerda de un arco a punto de soltar el dardo.
Vagamente logró escuchar la voz, evidentemente angustiada, de su secretaria pidiendo auxilio.
—Carla… — murmuró — una tarde de estas, quiero que me lleves allá, donde siempre suele aparecer mi querida Kanobotuma.
De vez en cuando, durante las tardes, en los momentos en los cuales el dolor del pecho se hacía más agudo, al despertar, Lugo siempre encontraba a Carla sentada a su lado. Durante todo ese tiempo, no hizo otra cosa que pasar de un sueño a otro, sumergiéndose en varios niveles de fantasías mientras los grandes mandalas lo guiaban hacia abajo, entronizándole sobre sus luminosos cuadrantes.
Durante los pocos días que siguieron, las conversaciones con Carla se hicieron menos frecuentes. A medida que sus condiciones empeoraban, Lugo no sabía hacer otra cosa que dirigir la mirada a través de las extensiones de lodo, ignorando, casi totalmente, los movimientos y discusiones que tenían lugar a su alrededor.
Carla y Wamán formaban un tenue puente con la realidad, pero el verdadero centro de su atención era la playa en la que su adorada Aparición brotaba al atardecer. Era aquella una zona sumergida en completa ausencia de tiempo, en donde él, finalmente, podía percibir la simultaneidad de todo el tiempo, la consistencia de todos los eventos de su vida pasada.
Su Kanobotuma hacía ahora su aparición con media hora de anticipación. Una vez, Lugo, vio por un instante su forma inmóvil expuesta en la playa en el tórrido clima del mediodía. Su piel blanco yeso y la cabeza erguida la hacían parecer infinitamente antigua, como las blancas esfinges en los corredores funerarios que conducían a las tumbas faraónicas de Karnak.
A pesar de que sus fuerzas estuviesen notablemente disminuidas, su temperatura corporal solo oscilaba de uno o dos grado constantemente, Carla Alvarado se daba cuenta de que el deterioro de su jefe era la consecuencia de un profundo malestar psicológico provocado por la poderosa atmósfera del paisaje y por su evocación del mundo y lagunas del Paleoceno.
Durante uno de los raros intervalos de lucidez de Lugo, Carla le aconsejó transferir el campamento un centenar de metros más atrás, a la sombre de un frondoso bosquecito desde el cual podía verse la ciudad de Nueva Cariapo en la cual ella y Morán estaban actualmente trabajando. Pero Lugo se opuso, negándose firmemente abandonar su Espíritu de la playa.
Sin saberlo detestaba esa ciudad. Esto no era porque fue allí donde había sido infectado por esa extraña enfermedad que amenazaba su existencia… Considerando que asumía que solo se trataba de una simple circunstancia, carente de cualquier eventual simbolismo y, Eduardo Lugo, aceptaba el hecho sin calificarlo. Más bien, la presencia enigmática de la ciudad, en aquel entorno virgen, con los esqueletos de sus edificios en construcción y las avenidas aún invadidas por la vegetación, parecía un inmenso armazón, obra de un ser humano cuya filosofía se oponía categóricamente al naturalismo del Delta.
—¿Te sientes con fuerzas suficientes para emprender el viaje? —le preguntó Carla a Lugo cuando, después de otra semana, todavía no habían tenido ningún contacto con el mensajero que Wamán había enviado.
Carla lo observaba con ojo crítico mientras yacía a la sombre de la carpa, el cuerpo enjuto, casi invisible entre los pliegues de la manta; solo la cara arrogante, cubierta por la enmarañada barba, demostraba su identidad.
Lugo movió la cabeza y sus ojos vagaron a través de la llanura calcificada hasta los caños completamente secos del Delta.
—No hay posibilidad de salir de aquí usando los caños. No existe en cien kilómetro a la redonda una curiara con la quilla suficientemente plana para navegar por esto caños casi secos.
—Pero existe la posibilidad de que envíen un helicóptero. Podrían vernos desde el aire.
—¿Helicóptero? ¡Tú desvarías, Carla! Nos quedaremos aquí durante otra semana.
—Pero tu salud… — insistió la secretaria. — Tú necesitas un médico que…
—¿Cómo crees tú que haré para desplazarme? Sacudido en una camilla moriría en cinco minutos. — Miraba con expresión cansada la cara bronceada pero pálida de su secretaria, esperando que se fuera.
Ella hesitaba dudosa. Unos cincuenta metros más allá, Roberto Morán estaba sentado fuera de su carpa observando tranquilamente a Carla. Involuntariamente esta, antes de lograr controlarse, levantó la mano y se arregló el cabello.
—¿Está Morán allá?— preguntó Lugo.
—¿Roberto? Sí — Carla titubeaba. — Regresaremos para el desayuno.
Mientras ella salía de su campo visual, Lugo levantó un poco el mentón para examinar las playas oscurecidas por la bruma mañanera. Toda el área permanecía perfectamente inmóvil pero él yacía pacientemente sobre la silla de extensión esperando la aparición de su Kanobotuma sobre la playa.
Cuando notó que Wamán estaba sirviendo el almuerzo solo a él, se dio cuenta que Carla y Morán no habían regresado al emplazamiento.
—Llévatelo — Empujó la cazuela con el guiso. — Quiero ron como de costumbre. Un buen vaso lleno. — Lanzó una mirada penetrante a su ayudante. — ¿Dónde está la señorita Carla?
Wamán observaba la cazuela con el guiso.
—Vendrá pronto, ingeniero. El sol está que arde y, seguramente la señorita espera venir por la tarde. Pero Usted debería comer algo. Nuestros Ancianos siempre dicen que los Waraos bajaron aquí para seguir viviendo, porque había comida…
Lugo quedó por un instante inerte, pensando en Carla y Roberto Morán; la imagen de ellos dos juntos rozaba solo un ínfimo residuo de sentimientos. Después trató de apartar la bruma con la mano.
—¿Qué es aquella…
—¿Señor?
—¡Mierda!… Creí haber visto una… — Movió lentamente la cabeza, mientras que la nívea forma, que había visto por un instante, se desvanecía entre los desniveles opalescentes. — Pero es demasiado temprano todavía… ¿Entonces qué pasó con ese ron?
—Enseguida se lo traigo, ingeniero.
Jadeando ligeramente por el esfuerzo al erguirse, Lugo paseó la mirada inquieta por el grupo de carpas. A su espalda, en sentido diagonal, de manera que podía verlas solo con el rabillo del ojo, brillaban las estructuras de los altos edificios de Nueva Curiapo, dentro de los cuales debían estar Carla y Morán. Si se miraba desde la terraza de uno de esos edificios el distante emplazamiento debía parecerles una buena cantidad de conchas de aguacates disecadas, vigiladas por un muerto tendido sobre una silla de extensión.
Cuando Womán regresó con el ron, Lugo, curioso, quiso saber:
—¿Qué significa eso que los Ancianos dicen: que los Waraos bajaron aquí? ¿Es que vivían antiguamente en las montañas?
—En el principio, comienza a decir Wamán, los Waraos vivían arriba sobre las nubes, donde hay montañas, selvas, ríos y poblados lo mismo que aquí en la Tierra.
—Un momento Wamán — le interrumpió Lugo. — ¿Me estás diciendo que vivían en otro planeta?
—Solo le cuento, con mis propias palabras la historia, como los Sabios Ancianos la contaron nuestra gente.
—Muy bien, sigue entonces.
—En un momento, por causas que no se conocen muy bien, escasearon tanto los alimentos allá arriba, que los Waraos ya solo disponían de alguna yuca en sus conucos, y comenzaron a sufrir calamidades y hambre.
En estas circunstancias un jefe menor llamado Itoare se fue a visitar a su amigo y jefe superior llamado Aurana para comentar, con amargura, la situación penosa en la que se encontraban. Y he aquí que un pájaro, un ave apetitosa, se posó sobre una palmera ante su vista.
El jefe Itoare, también conocido como “Jara yaquera”, que significa “arquero Buen Brazo”, utilizando los pertrechos de Aurana, disparó una flecha contra el ave. A pesar de su excelente puntería, erró el disparo y la flecha fue a caer sobre una playita a orilla del río.
Una segunda flecha acertó en el blanco y ambos amigos compartieron el botín.
Cuando Itoare se despidió de Aurana, éste salió a buscar su flecha preferida. Tras mucho investigar, por fin logró divisar el hueco por donde la flecha se había introducido en la arena. Allí estaban las plumas guías del mordente.
Aurana comenzó a escarbar pero, en vez de recuperar la flecha, ésta se le deslizaba cada vez más hacia abajo.
En su afán por agarrarla siguió sacando tierra hasta que, de pronto, la flecha se descolgó para abajo, en el vacío, y vino a caer sobre esta Tierra. Por el hueco practicado Aurana pudo contemplar, por primera vez, la superficie de nuestro planeta y situó el lugar exacto donde había caído la flecha.
Decidió bajar a buscarla, le pidió a su mujer que le tejiera una larguísima cuerda de moriche. La mujer le tejió la cuerda en forma de escalera y disponiendo descansillos de trecho en trecho. La descolgaron por el hueco hasta que vieron que tocaba la tierra.
Al día siguiente, de madrugada, Aurana se deslizó por la cuerda y así fue el primer Warao en pisar este planeta.
Recogió su flecha y quedó muy admirado al comprobar la gran abundancia de alimentos: pesca, caza, harina de moriche, frutas de toda clase.
Recogió una muestra de todo y ascendió de nuevo al cielo por la cuerda, propagando por todas partes la buena noticia: “Aquí somos unos desgraciados…!” decía. “Yo he descubierto un paraíso de abundancia y felicidad!”
Itoare, el amigo de Aurana, fue el primero en tomar la iniciativa: “Abandonemos de una vez esta tierra…! Bajemos todos para las selvas de allá abajo… ¡Aquí nos morimos de hambre mientras que allá hay comida en abundancia…!”
La prédica del jefe fue eficaz. La alegría y la ilusión se propagaron por todas partes y todos los habitantes celestes se alistaron prontamente para bajar a la Tierra.
El primero en descender fue Itoare, junto con otros jefes y otras muchas familias. Aquello era un éxodo masivo y todos, allá arriba, aguardaban ilusionados, en fila india, para descender a la Tierra.
Cuando le tocó el turno a una mujer embarazada, a punto de dar a luz con su vientre sumamente abultado, trató de deslizarse por el hueco practicado, pero se atascó y no pudo salir. Forcejeó violentamente pero fu inútil: quedó aprisionada y taponando la salida.
Al ver lo sucedido, su marido, los demás Waraos y hasta el mismo Aurana hicieron todo lo posible para hacerla pasar, hasta brincaron sobre su cabeza. Pero fue imposible.
La mujer embarazada quedó allí para siempre taponando el hueco y dejando asomar un muslo, que se convirtió la que aquí conocemos como la Osa Mayor, tal como aparece en el firmamento.
Habían descendido la mitad de los Waraos. La otra mitad quedó allá arriba, contrariada y presa de la envidia y de la desesperación: pues se había malogrado su objetivo.
El propio Aurana gritaba airado y despechado: Por culpa de esta necia…! Yo que fui el primero en bajar a la Tierra y descubrir tanta comida…! Y ahora tenemos que aguantar las consecuencias de este infortunio…!
—¡Qué historia tan interesante y, en parte, triste Wamán. Entonces ustedes son descendientes de alienígenas.
—Bueno yo no sé quiénes son los alien… ¿qué?… Lo que sí sé es que somos descendientes de los primeros Waraos que bajaron del cielo. Y como Usted puede darse cuenta, se lo conté con mis propias palabras, como los Sabios Ancianos nos la contaron. Y… ya que estamos en esto, me atrevo a confesarle algo: por lo que veo y por los sufrimientos por los que está pasando, su enfermedad se parece mucho a la que conocemos como una bahana que es un malficio que provocan los jebu malos
—¿Jebu, Wamán? Y ¿eso qué es y a qué se debe ese contagio?
—Los Sabios Ancianos dicen que es la invasión voluntaria y malévola del organismo por algún espíritu vengativo de los ancestros decepcionados, convertidos en enfermedades.
—Pero yo no le he hecho mal a nadie, Wamán, ¿por qué los ancestros deberían sentirse
decepcionados?
—No sabría decirle a ciencia cierta, ingeniero… Pero podría ser por el daño que le está haciendo a la selva con la construcción de la Nueva Curiapo.
—¿Un médico podría curarme?
—No lo creo. Solo el Wisidatu, posee la magia para hacerlo porque es el intermediario religioso consagrado y portador del espíritu Ka-nobo (Nje) con gran poder de valimiento.
—Jefe, lo siento muchísimo. Hemos tratado de regresar a tiempo, pero me torcí el tobillo y… ya ve. — Carla Alvarado rio alegremente. — Casi me inutilizo yo también. A lo mejor, entre un par de días, estaré tendida ahí para hacerte compañía. Me alegra que Wamán te haya cuidado adecuadamente. ¿Cómo te sientes hoy? Te ves mucho mejor.
Lugo asintió torpemente. La fiebre posmeridiana había disminuido, pero se sentía exhausto y carente de toda voluntad; conseguía prestar oído a la locuaz presencia de su secretaria por estar estimulado por el ron había sorbido lentamente durante toda la tarde.
—Grande actividad hoy en la playa. — Y agregó, débilmente divertido, — en el departamento esotérico.
—¡Tú y tus fantasmas! Eduardo, eres incorregible. — Carla recorrió un par de pasos alrededor de la silla de extensión, luego fue hacia la parte posterior. Lanzó un saludo a Roberto Morán quien estaba llevando hacia su carpa unos planos.
— Rob, vamos a darnos una ducha, luego nos encontramos aquí para beber algo y acompañar a Eduardo.
—Muy bien — gritó Morán en respuesta. — ¿Cómo está?
—Mucho mejor. — Dirigiéndose a Lugo, agregó. — No te molesta, ¿verdad Eduardo? Creo que te hará bien charlar un poco.
Lugo hizo un gesto vago con la cabeza. Esperó que Carla entrara en su carpa, luego dirigió su atenta mirada hacia la playa.
Allá, enmarcada en la luz incierta de la tarde, su Etérea Compañera se deslizaba, graciosa y delicadamente, en la playa mientras el horizonte abrazaba con su penumbra, esa hermosa figura que se alejaba de la orilla en dirección a su ubicación.
En el transcurso de la tarde, cuando la fiebre había alcanzado su nivel máximo, él había tratado llamarla, pero su voz sonó muy débil y ella no pudo oírlo.
Más tarde, mientras sorbían sus bebidas, Roberto Morán preguntó amablemente:
—¿Cómo se siente esta tarde? — Al no recibir ninguna respuesta de Lugo agregó, — me alegró haber escuchado que, en línea general, está mejor.
—Sabes, Rob, yo creo que en este caso está involucrado un factor psicológico — dijo Carla con un toque de ironía. — Apena nosotros dos no alejamos de su presencia un poco, Eduardo mejora. — Su mirada se cruzó con la de Morán y la sostuvo.
Roberto jugueteaba con el vaso, con una sonrisa insegura en su rostro insulso.
—¿Algunas noticias del mensajero? ¿Se ha sabido algo? A lo mejor entre un par de días nos sorprenderá la llegada de un avión.
Durante aquel intercambio de frases educadas y de otras que siguieron en los días siguientes, Eduardo Lugo, permanecía callado y encerrado en sí mismo, hundiéndose siempre más en el paisaje interno que emergía de las playas del Delta. Su secretaria y Roberto Morán se sentaban a su lado por las tardes, cuando regresaban de la ciudad en construcción, pero él estaba vagamente consciente de sus presencias. Para él era como si ellos se estuviesen moviendo en un mundo periférico… actores secundarios de un drama marginal. De vez en cuando pensaba en ellos pero eso le parecía, al final, un esfuerzo carente de interés. La relación de la secretaria con Morán lo dejaba absolutamente indiferente; más bien le agradecía a Roberto el que lo liberara de Carla.
Una vez, dos o tres días después, cuando Morán, por la tarde vino a sentarse a su lado, Lugo se movió y observó con sequedad:
—He escuchado que Carla y tú, han encontrado algo muy parecido a un tesoro en los movimientos de tierra de Nueva Curiapo. — Pero antes que Morán pudiese contestar, volvió a deslizarse en su estado de vigilia.
Una madrugada, al despertarse a causa de un penetrante y sorpresivo dolor abdominal, vio a su secretaria y a Morán caminar, envueltos en esa peculiar oscuridad azulina mañanera, cerca de la carpa de este último. Durante un breve instante, sus figuras abrazadas lucieron como él se había visto en sueños con su Kanobotuma en la playa.
—¡Wamán!
—¿Ingeniero?
—¡Wamán!
—Estoy aquí, señor.
—Esta noche dormirás en mi carpa — le dijo Lugo. — ¿Entendiste? Puedes usar mi catre, si lo prefieres. Necesito estar seguro de que me oirás si te llamo.
—No hay problema señor… Seguro que lo escucharé…
El warao observaba a Eduardo Lugo con actitud circunspecta. En la actualidad Wamán se estaba encargando de su cuidado con una prolijidad que indicaba como su jefe, aunque novicio todavía, hubiese, al fin, entrado en el mundo de los valores absolutos, compuesto por el Delta, por la Kanobotuma, por la oscura presencia de los esqueletos de las construcciones de Nueva Curiapo y de su decadente estado físico.
Después de media noche, Lugo se tendió tranquilo en su silla de extensión observando a la Luna llena aparecer sobre las playas luminosas. Como una hermandad surrealista, miles de animales diferentes habían escalado las dunas de la playa y se estaban extendiendo dentro de los límites de la llanura, con sus cándidos torsos expuestos a la luz lunar. Y en la duna más alta, estaba su Kanobotuma como mística oficiante.
—¡Wamán! — El warao se había quedado agazapado silenciosamente en la sombra.
—¿Señor Lugo?
—Trae las muletas — Eduardo habló en voz baja pero nítida.
Mientras el warao le entregaba los dos bastones, Lugo apartó las cobijas. Con cautela se irguió y apoyó sus pies en el suelo.
Se inclinó hacia adelante, apuntalado en las muletas, y buscó su punto de equilibrio.
—Muy bien. En la gaveta derecha de la mesita de campo está una pistola. Tráemela.
Por primera vez el ayudante warao titubeó.
—¿La pistola, ingeniero?
—Sí, una beretta. Debería estar cargada, de todos modos hay una caja de proyectiles ahí mismo.
De nuevo el warao vaciló, y sus ojos miraron las dos carpas un poco más allá. El emplazamiento estaba silencioso, todos dormían, el soplo leve del viento era apagado por la arena todavía tibia y por el ambiente oscuro y espeso como talco.
—Estee… la pistola —repitió. — Sí señor.
Al ponerse lentamente de pie, Lugo, se sintió inseguro. La cabeza le zumbaba por el esfuerzo y los pies le parecían clavados contra el suelo. Agarró la pistola y con ella indicó hacia el Delta.
—Vamos a ver esos animales, Wamán. Tú me ayudarás. ¿De acuerdo? — Los ojos de Wamán enviaron un destello bajo el claror de la luna.
—¿Los animales, señor?
—Sí. Acompáñame hasta la mitad del trayecto. Luego, si lo prefieres, puedes regresarte… No temas, nada te va a suceder.
Wamán asintió lentamente con la mirada vagando en dirección al Delta.
—Yo ayudaré, ingeniero.
Al iniciar su desplazamiento sobre la arena, Lugo se apoyaba en el brazo del warao. Después de pocos pasos, descubrió que sus piernas pesaban demasiado y se limitó a arrastrar una después de otra a través del suave suelo.
—¡Carajo, qué lejos está! — Habían cubierto unos veinte metros. Por algún misterioso engaño óptico, los animales más cercanos parecían estar a un kilómetro de distancia, difícilmente visibles en medio de las dunas. — Vamos a tratar de seguir adelante.
Siguieron por unos diez metros más. La boca abierta de la carpa de Morán quedaba ahora a su izquierda y el blanco mosquitero, lucía en la sombra como un sepulcro. Casi exhausto, Lugo se arrastraba tambaleante, tratando de enfocar la mirada a través del aire aterciopelado.
De pronto un fogonazo y una detonación. La pistola, al escapársele de la mano, soltó un tiro. Lugo sintió los dedos de Wamán presionar sobre su brazo y oyó a alguien, saliendo de la carpa de Morán, una mujer, lanzando un grito aterrorizado. Una segunda figura, un hombre que, a los ojos de Lugo, brincó fuera de la carpa como un animal asustado corriendo, con la cabeza gacha en dirección de Nueva Curiapo.
Molesto por aquellas interrupciones, Lugo braceaba buscando el arma y luchando con las muletas. Pero la oscuridad se condensaba a su alrededor, y de pronto la arena pareció venir a su encuentro y golpearle en plena cara.
La mañana siguiente, las carpas fueron desmanteladas y embaladas. Lugo se sentía demasiado cansado para mirar hacia el delta. Su Musa no aparecía nunca antes de la tarde y, la desilusión por no haber logrado acercársele, la noche anterior, le había vaciado de todo vestigio de energía.
Cuando solo quedaba su tienta en el emplazamiento, Carla se le acercó.
—Ya es tiempo de embalar tu carpa. — Hablaba en tono práctico pero, era evidente que estaba a la defensiva. — Los waraos están preparando una camilla y verás que en ella te sentirás muy cómodo.
Lugo le hizo una seña para que lo dejara tranquilo.
—No puedo partir. Déjame a Wamán y llévate a todos los demás.
—¡Eduardo, trata de ser práctico, aunque por una sola vez en tu vida. —Carla estaba frente a él en actitud controlada. — No podemos quedarnos aquí por tiempo indeterminado, y tú necesitas ser curado. A esta altura ya está claro que el mensajero que envió Wamán no llegó nunca a La Horqueta. Nuestras provisiones no durarán eternamente.
—No es necesario que duren eternamente. — Los ojos de Lugo, casi cerrados, pasaban revista al horizonte casi como un binóculo defectuoso. — Déjame provisiones por un mes.
—Eduardo…
—¡Por el amor de Dios, Carla… — exhausto dejó recaer la cabeza sobre las almohadas. Notó que Roberto Morán estaba inspeccionando la ubicación de varias cosas, mientras los waraos estaban a su alrededor como muchachos voluntariosos. — ¿Por qué tanta prisa? ¿No pudieras esperar otra semana?
—¡Imposible, Eduardo! — Miró a su jefe a los ojos. — Roberto siente que llegó el momento de irse. Trata de entender… Es por tu bien.
—¿Por mí bien? — Lugo sacudió la cabeza. — No me importa un carajo lo que Morán diga. Anoche traté de ir al encuentro de mi Kanobotuma para hablarle y mirarla… decirle…
—Mira, este programa ha sido un fiasco total, Eduardo. — dijo Carla mientras se alisaba la falda. — Son demasiadas las cosas que me asustan en este lugar… En lo que estés listo, ordenaré que desarmen tu carpa.
—Carla. — Con un último esfuerzo, Lugo se sentó. Con voz calmada, para no poner incómoda a su secretaria al permitir que Roberto Morán oyera lo que le diría. — Iba a ver a mi Musa y a hablar con ella de algo de suma importancia para mí… ¿puedes entender esto?
—¡Pero Eduardo — En una explosión repentina e incontrolada de exasperación la irritada secretaria sentenció: — ¿Es que no te das cuenta? ¡No hay animales, ni musas ni fantasmas y, mucho menos, Kanobotuma! ¡Pregúntale a Wamán, a los indios o a Roberto Morán! ¡Todo el río está absolutamente limpio y seco!
Eduardo Lugo volteó para mirar las cándidas playas del Delta.
—Lo siento, Carla. Tú y Morán, si quieren, pueden irse. Yo, definitivamente, no creo poder soportar el viaje.
—¡Pero debes! — Ella hizo un amplio gesto señalando las lejanas torres de la Nueva Curiapo.— Hay algo morboso en este lugar, Eduardo. No logro explicarme cómo ha sido posible convencerte, y tampoco cuál misterioso sortilegio lo haya podido lograr… pero tengo miedo…
Seguido por un grupo de waraos, Roberto Morán avanzaba lentamente hacia ellos, haciendo algunos gestos a Carla. Ella, primero dudó, luego de manera impulsiva le hizo señas para que se mantuviese a distancia y se sentó al lado de Lugo.
—Eduardo, escucha. Me quedaré aquí contigo otra semana, si tanto te interesa, con el fin de que tú puedas pactar con estas alucinaciones, pero solo si me prometes que luego vendrás con nosotros. Roberto puede adelantarse por su cuenta y nos encontrará en La Horqueta con un médico. — Bajando la voz, continuó: — Eduardo, estoy sintiendo una enorme pena por el asunto con Roberto. Ahora me estoy dando cuenta…
Se inclinaba hacia adelante para observar la cara de su jefe. Él estaba tendido en la silla de extensión, delante de la carpa solitaria y los waraos en círculo, observaban pacientemente desde lejos. A quince kilómetros de ese lugar, una nube solitaria vagaba sobre uno de los altiplanos, como un penacho de humo sobre un volcán dormido, pero todavía activo.
—Eduardo. — La mujer esperaba que el hombre hablase, que, eventualmente, la regañara y luego, la perdonara. Pero Eduardo Lugo solo estaba pensando en su Kanobotuma en la playa, murmurando tiernamente :
—Tai ma kuare juri. Anaya dihana. Nobaraya, ma isiki naokotu… ma konacu. Tai ma kuare juri.°
°Ella me quiere. Ya viene la noche. Estoy enfermo, ven conmigo y llévame…. Ella me quiere.
Fin
Autor: Ermanno Fiorucci
Muchas gracias Ermanno, como siempre es un gusto tener tus historias en este blog, espero que tengamos ese agrado durante los próximos meses.
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Bien estrene mis vacaciones con el primer cuento, me atrapo, muy buena trama incluyendo en el relato , una leyenda verdadera, que da la oportunidad de conocerla , el final muy bueno, felicitaciones, espero otros