El Oráculo de Penrose II

El Oráculo de Penrose II

Autor Vlad Hernandez

Durante la mayor parte del trayecto intenté interrogar al drako; me tropecé con un muro de silencio. Su rostro había adoptado una impávida expresión de máscara de cerámica. Estuve a punto de apoyarle un blaster en la testa, darle una corta explicación de lo que pensábamos las especies de sangre caliente acerca de su idea de la honorabilidad, y luego decirle adiós con una descarga a quemarropa; pero me contuve… me contuve el tiempo suficiente para llegar a la entrada del eje que conducía al muelle donde estaba atracada la nave kyam.

Allí fue donde todo se desmadró.

Habíamos arribado a los centros de embarque, astilleros de reparación, instalaciones de carga, móds del transporte neumático circulando por el entramado del astropuerto. La vista de los muelles era impresionante: enormes naves mineras, cargueros comerciales privados, elegantes cruceros de lujo, lanzaderas del servicio portuario, los navíos acorazados de los alienígenas respiradores de hidrógeno, los mercantes especiales de las razas evolucionadas en gigantes gaseosos, y las patrullas de defensa del hábitat.

Esperaba que la nave de Gato no estuviera muy lejos.

Pero la esperanza resultó un sentimiento inútil; el camino ya estaba cerrado. Nos esperaban. Eran tres cánidos skash, parecidos a lobos de pelaje rojizo y vestidos de negro. Uno de ellos llevaba una coraza ablativa y los otros dos portaban fusiles pesados de alta energía.

Realmente tuvimos mucha suerte. Los cánidos comenzaron a disparar antes de tiempo, y con ello perdieron la mitad de su ventaja.

La puerta trasera del vehículo acababa de abrirse y el drako estaba bajando al suelo cuando nos soltaron la primera andanada. El fogonazo me cogió desprevenido pero no era yo el objetivo; las entrañas de Mah`Teloy llovieron estrepitosamente sobre mí. Por fortuna el mód activó automáticamente su escudo deflector y nos protegió del resto de los impactos energéticos. El campo se puso amarillo al absorber los disparos, disuadiéndome de responderles. Gato estudió la disposición de los atacantes y me indicó que a la primera pausa que los tiradores hicieran saliéramos por el otro costado del módulo.

—¿Estás loco? —le respondí—. El campo del módulo es nuestra única defensa. Pronto llegarán las autoridades del puerto.

—¿Sí? ¿Quieres arriesgarte? Escucha —me espetó—, el escudo de este cacharro es bastante limitado; dentro de tres minutos no podrá seguir absorbiendo más energía y el mód se fundirá.

No esperé a escuchar más explicaciones. Los skash se acercaban dando un rodeo y habían hecho un alto al fuego para recambiar las fuentes de energía. Saqué los cañones de los blasters a través del campo y le envié cuatro descargas al más cercano volatilizándolo de la cintura para arriba. Mi estado de ánimo mejoró. Entonces, antes de que nos soltaran otra andanada, abrí la portezuela contraria y atravesé la barrera sintiendo el hormigueo de mi piel al entrar en contacto con el escudo. Gato me esperaba allí empuñando su propio blaster, y me indicó que entre las estructuras tubulares había distinguido un posible túnel de fuga.

En ese momento los asaltantes desencadenaron un verdadero infierno energético sobre nuestro parapeto. El campo deflector del mód perdió su transparencia y comenzó a tornarse blanco brillante; estaba casi al límite, los skash lo sabían, confiaban en que muriéramos (sin que se viera afectado el análogo) cuando el mód estallara, y aumentaron la potencia de fuego. Amparados por la burbuja deflectora del escudo nos lanzamos por el conducto a toda velocidad.
Veinte segundos después el aliento abrasador del frente expansivo de la explosión nos derribó sobre el suelo del túnel para mordernos la piel.
—¿Aún sigues interesado en mis genes? —le pregunté mientras lo contemplaba aplicarse un geloide sobre el pelaje chamuscado. Estábamos en una especie de almacén de productos mineros al que Gato me había introducido, bastante cerca del centro del hábitat. Mi piel dolorida había comenzado a curarse rápidamente bajo la acción del aerosol de reparación celular que habíamos comprado en un puesto sanitario.

—Sí, claro que sigo interesado en tus genes —me respondió, atusándose las orejas puntiagudas con esmero—. Soy endiabladamente tozudo, y nunca he permitido que me malogren un negocio por la fuerza. Y mucho menos por intervención de los skash.

—¿Por qué tienes tanto interés en un simple ser humano?

—¿Todos preguntáis los mismo? —dijo—. He dicho que soy un comerciante de genes, ¿no es eso suficiente? Mira, los Dominios Kyam están muy apartados del agujero de gusano que conduce a este sistema. Quiero ampliar mis vínculos comerciales. La genética es uno de los renglones más lucrativos de mi negocio patrimonial. A nueve mil años-luz de mi mundo habitan los damokh, unas criaturas de existencia nómada acostumbradas a la experimentación con las bases genéticas de otras especies. Ellos mismos son gigantescas factorías orgánicas; se mezclan con sus creaciones, mutan deliberadamente. Así que son generosos compradores de todo el material genético que los mercaderes puedan llevarles. El ADN humano sería una novedad para ellos. Espero que no te importe deshacerte de unas cuantas células de tu organismo, ¿o acaso profesas alguna religión que te lo impida?

—No necesariamente —objeté mientras revisaba las cargas de los blasters, más preocupado por sobrevivir al futuro inminente que por la probabilidad de hacer fortuna con mi genética—. Lo que no logro adivinar es cómo pretendes llegar hasta tu nave ahora que los skash están controlando los accesos al muelle.

—Cierto. Esa ruta se ha vuelvo difícil.

—¿Difícil? —me mostré azorado—. Yo diría impracticable. A propósito: ¿no te parece raro que los skash pudieran entrar en el puerto con fusiles pesados? En ninguna de las estaciones de la Federación se permite utilizar tal armamento a menos que pertenezcas a su propio ejército.

—Sí —asintió cavilando—. Es bastante raro, puesto que ellos no controlan estos territorios. Deben haber convencido a las autoridades drako de que somos algún tipo de amenaza letal para la estación. —Y agregó—: No te preocupes, Rudy; tenemos opciones. Los skash solo nos han cortado la ruta cómoda de acceso a mi nave. Existe otra manera de llegar hasta allá.

—Déjame adivinarlo —aventuré—. Tienes un teleeyector portátil.

—Ya quisieras. Digamos que se trata de una ruta complicada—respondió con una de sus muecas—. Y también más lenta. Pero funcionará perfectamente.

—Bueno —miré hacia la salida del almacén—, entonces creo que deberíamos ponernos en camino.
Se incorporó, contemplando apreciativo su pelaje.

—¿Padeces alguna fobia relacionada con la ingravidez?

—No es precisamente mi medio ideal —respondí—, pero supongo que puedo sobrevivirla.

—Pues me alegro mucho, porque vamos a hacer un pequeño viaje flotando.

—Para ser tu segunda vez en Puerto Gris te las arreglas muy bien, ¿no te parece? —le dije con toda intención.

Me miró con sarcasmo y repuso:

—¿Siempre crees todo lo que oyes decir por ahí? —Sacudió las orejas—: Mentí. Llevo una eternidad viniendo a este condenado lugar.
La ruta complicada de Gato consistía en pasar a la cara contraria de la lámina de plexón que sustentaba la ciudad y transitar en caída libre los quince o veinte kilómetros que nos separaban del anillo de atraque asignado a su mercante. Tenía un mapa rudimentario instalado en su ordenador y confiaba en emerger por debajo de la nave en unas pocas horas. Habíamos comprado un par de mascarillas de oxígeno y logramos deslizarnos subrepticiamente por uno de los pozos mesh del sistema de mantenimiento. Gato se movía con la soltura y seguridad de un curtido explorador moviéndose en un medio familiar.

Nos dejamos caer hasta las interioridades de los sistemas de mantenimiento, y entramos en la zona ingrávida que era el reino de las máquinas.

Aquel mundo «soterrado» resultó sorprendente; un universo barroco colmado de entes maquinales existía bajo Puerto Gris. Transitamos con impunidad a través del interminable laberinto estructural alumbrados por nuestros sistemas personales, vislumbrando la sístole mecánica del corazón del hábitat, siguiendo conductos arteriales de tráfico mód. Descubrí que la ingravidez puede resultar un dolor de cabeza para dos microbios orgánicos que viajan de incógnito por el interior de un gigantesco organismo cibernético. A veces, en las cercanías de los generadores de gravedad, éramos detenidos por servo-controladores mesh, pero gracias a los protocolos de interfaz de Gato se nos permitió seguir nuestro camino. Supongo que existen modos electrónicos de sobornar a un robot.

Sin embargo, a pesar de nuestra intrusión, aquel no era un territorio exclusivo de los cíberes; Gato me mostró decenas de seres biológicos sobreviviendo a lo largo de los túneles, pirateando los colectores energéticos y construyendo sus propios nichos de supervivencia. Enormes entidades coloniales medraban alrededor de las fuentes de energía, parasitando las fugas de calor. Algunos incluso habían conseguido esclavizar servos locales para sus propios fines; tribalismo bizarro copulando con la tecnología.

Pero yo intuía que los skash no iban a dejarse engañar por la explosión del mód, y seguramente ya estaban detrás de nuestras huellas. Tratando de tranquilizarme, Gato se comunicó con un «contacto» que dijo tener en el muelle y durante un rato conversó utilizando el lenguaje d’org. Cuando terminó estaba de muy mal humor. Al parecer varias tropas de cánidos estaban revisando todo el sistema de anillos de atraque, y las autoridades del puerto cooperaban con ellos.

—¡Malditos drakos! Se dejan impresionar por la prepotencia de los skash —bufó, y añadió alguna imprecación que mi ordenador se negó a traducir—. Serán capaces de localizar mi nave antes de que podamos llegar a ella.

—Bueno —dije yo—, no exageres. Tal vez no te hayan identificado aún como mi acompañante. De todos modos, con la cantidad de naves que hay en los diques, van a tener montones de problemas si intentan violar las leyes portuarias de la mayoría de las razas. No creo que consigan lidiar con eso fácilmente.

—Eso espero. Aunque no alcanzo a imaginarme qué es lo que ha puesto a los skash tan frenéticos.

—El motivo está aquí —le expliqué tocándome el cráneo con el dedo.

—¿Tu cabeza es tan peligrosa para los skash? Esto cada vez me gusta más.

—Y a mi me gusta menos —dije—. Es mi cerebro el que pretenden partir en dos. Bueno, no mi cerebro, más bien es lo que guardo en él.

—¿Qué puede contener tu prótesis cerebral que sea tan importante? —preguntó afilando sus garras contra una pared—. Tiene que ser algo letal para que los skash se sientan tan amenazados.

—El drako no fue muy explícito. Pero dijo que era peligroso.

—Quizás se trate de un virus racial. No estaría nada mal —sonrió Gato complacido—. Si cumpliera su cometido y matara a los skash tendríamos un problema menos en la galaxia.

—No, no creo que fuera nada de eso. El drako mencionó la posibilidad de que los skash lo quisieran para alterar las alianzas existentes. Algo que les daría supremacía a nivel galáctico.

—Eso sí es malo. Para todos. ¿Qué podría ser?

—Imposible saberlo sin un ordenador especial —dije abatido—. Y tampoco sabemos cómo descifrar sus códigos de protección.

Nos pusimos en marcha nuevamente. Al rato, me detuvo.

—Espera un momento. —Se quedó un instante flotando junto a una maraña de cables del grosor de mi torso—. ¿Información codificada, dices? Vamos a desviarnos de nuestra ruta un poco. Iremos a ver a un viejo amigo. Creo que podrá ayudarnos con ese problema. Le gustan los acertijos.

—Eres un tipo de muchos recursos —le dije con una sonrisa de reserva—. Y, ¿es especialista en decodificación tu amigo?

—Sí —respondió como al descuido y cambió de dirección—, supongo que esa función se incluye entre sus habilidades; pero en realidad es un especialista en lenguaje y conocimiento. Y en física cuántica. Un erudito, podría decirse.

—¡Caramba! ¿Es un científico?

—No. Una IA.
—¿Dices que hay una Inteligencia Artificial acá abajo y que fue construida por los humanos hace más de cuarenta años? —Habíamos hecho un descenso en espiral y ahora nos dejábamos arrastrar por un enjambre de servos negros que iban en nuestra dirección—. Es curioso adónde van a parar las antigüedades.

—Un artilecto, un artilecto —volvió a recordarme Gato—. Él siempre insiste en que nunca fue una IA, sino un Intelecto Artificial.

—¿Y no es lo mismo?

—Para él no; y no deberías tocar ese tema cuando le conozcas —recomendó Gato aferrándose a su montura—. Según dice, un artilecto es también un artista; nunca una vulgar IA. Ah, y además tendrás que llamarle por su nombre: Demiurgo. Es un poco bicho raro para mi gusto, pero aparte de eso es muy listo y estoy seguro de que se mostrará encantado de ayudarnos; está muy bien equipado, con tecnologías de conexión y eso. —Luego agregó con una nota de fastidio—: Claro, habrá que prestarse a su jueguito, como siempre; pero para eso estás tú.

—¿Juego?

—Sí —respondió—. Te comenté que es un poco extravagante, ¿no? En realidad no lleva una existencia tan ermitaña como cabría esperar de un artilecto. Tiene montado su propio negocio de soluciones intelectuales; se dedica a hacer favores de orden práctico a cambio de aumentar su stock de personalidades simuladas. A ese trueque le llama juego.

—¿Y cómo es eso? —Algo se me escapaba.

—Un negocio muy parecido al mío. Yo colecciono genes, él lo hace con las mentes. Dice que así se renueva. Ya te contará.

—Extravagante —reflexioné.

—Ya te lo dije.

Me hizo una señal y nos separamos del enjambre. Me condujo hacia una gran concavidad metálica en cuyo centro yacía una caja cromada de la que partían miles de líneas hacia el techo, el suelo y las paredes. La estructura física que contenía a Demiurgo era una suerte de cilindro de un metro de altura; a través de la cúspide geodésica y transparente se vislumbraba un resplandor interior. Sé distinguir un fuego de origen cuántico cuando lo veo, así que concluí que nuestro curioso anfitrión era una de aquellas pocas QUAI creadas en los años 40, IAs cuánticas que no supimos comprender y que optamos por desactivar.

En verdad, la telaraña de filamentos tensores que el artilecto había tejido en derredor suyo me transmitía cierta perturbación. Y lo más extraño de todo: aquella luz de plasma cuántico en el interior del QUAI: viva, flameando a una profundidad aparente que remitía a otra dimensión.

Maniobramos para caer fuera del perímetro de la telaraña; mentalidad de moscas, supongo.

—Un humano en Puerto Gris —escuchamos la voz que parecía provenir de todos lados, pero sus inflexiones me parecieron tranquilizadoras—. Eso sí que me parece toda una novedad por estos profundos lares.

—Otro día de vuelta al ruedo, Demiurgo —saludó Gato alegremente—; te traigo golosinas: problemas, alegrías y disgustos por igual. Y esta vez todo viene compactado en esta personita que ves aquí; estarás interesado, ¿verdad?

—Todo un detalle de tu parte.

—Ya sabes que nunca me dejo caer por aquí con las manos vacías.

—Cada día es como un regalo —dijo la voz de acento venerable; tuve la impresión de que los filamentos temblaban, pero era una idea absurda.

Gato fue al grano.

—Los malditos skash nos están cazando.

—Ya lo sé. Babilonia está revuelta hoy —dijo el QUAI en su jerga de metáfora—. ¿Qué pueden querer los skash que tenga el humano?

—Supongo que el cacharro que forma parte de su cerebro —le explicó Gato, y parecía una buena forma de resumirlo—. Quizás quieras asomarte ahí dentro y echar un vistazo a ver de qué se trata. Hemos aumentado el riesgo de perder la vida viniendo hasta aquí. No me vayas a decepcionar ahora.

—Arriesgamos la vida a cada momento, en cada uno de nuestros actos.

Empleaba un inquietante tono de voz, pero dijo que intentaría ayudarnos. A mí no me importaban realmente sus motivaciones, pero antes de someterme al juego quise saber por qué quería copiar mi mente en un núcleo de materia exótica.

—Soy Demiurgo —respondió el QUAI como si aquella afirmación lo explicara todo. Había una nota melancólica en su voz—, que en filosofía agnóstica es el alma creadora que impulsa el Universo, un creador onírico que sueña su propio cosmos. Yo sueño realidades; las veo, las experimento, aprendo de ellas. Soy un Dios de universos interiores, pero necesito nutrirme de mentes reales; necesito copias de intelecto activo para expandirme; son esos comportamientos de pautas aleatorias los que enriquecen mi creación. Soy el Alfa que quiere aprender a alcanzar el Omega y sobrevivir al Big Crunch de este Universo.

—De acuerdo —acepté, recordando que no disponía de tiempo para sentarme allí a escuchar los desvaríos de una antigualla—. Hagámoslo de una vez.

Sus terminales sensibles cubrieron mi cabeza como tentáculos y entonces perdí el sentido.
Desperté gritando. El alarido resonó por la concavidad y se quebró en ecos. Muy cerca de mí, el kyam y el artilecto QUAI interrumpieron su conversación. Gato me interrogó con la mirada.

—Creo que no me ha gustado el sueño, Demiurgo —dije sin dejar de jadear. No recordaba la experiencia en concreto, pero tenía la sensación de no querer repetirla.

—Ni siquiera puedo asegurarte que estuvieras soñando, Rudy —dijo la voz del QUAI—. Soñar realidades virtuales no es precisamente una fantasía REM.

Me puse en pie y traté de sacudirme la ansiedad de encima. Le pregunté qué había averiguado del artefacto.

—Mucho —respondió Demiurgo y llegué a percibir emoción en sus palabras—, más de lo que podrías imaginarte. Y puedo decirte una cosa: eres lo mejor que me ha pasado en treinta años. Me has enseñado a tocar el Cielo.

—Espero que podamos decir lo mismo de ti, Demiurgo —lo apremió Gato impaciente—. ¿Por qué no acabas de darnos el diagnóstico?

—A eso voy —dijo el QUAI—. Para empezar, es la máquina más exquisita que se haya imaginado jamás, en términos de aplicación de la física cuántica y la Teoría del Todo. Y, por otro lado, cualquier raza mataría por poseer ese manipulador.

—Eso ya lo hemos escuchado hoy —rezongué.

—¿Dijiste un manipulador? —inquirió Gato.

—Sí. Eso que tiene tu amigo incrustado en su cabeza es, simple y llanamente, un Oráculo de Penrose. La maquinaria de Dios: maravillosa, perfecta.

Nosotros, incapaces de compartir su entusiasmo, aguardamos.

—Un Oráculo de Penrose —explicó— es un manipulador de función de onda capaz de crear singularidades trans-continuum.

—Perfecto —le aseguró Gato—. Ahora dilo de modo que yo pueda entenderlo.

—Intentaré resumirlo. Los motores de curvatura que usan vuestras naves para saltar entre las dimensiones utilizan un tipo de canal hiperespacial llamado «agujero de gusano»; eso lo sabéis todos. De hecho, los teleeyectores son un tipo de agujero de gusano con ancho de banda mínimo. Pero lo que importa es que sepáis que los agujeros de gusano no existen de manera natural; han sido construidos previamente para que el motor de curvatura se valga de ellos. Sin agujeros de gusano el motor de curvatura no funciona, no vale para nada.

—Ya lo hemos captado —dije yo—. Alguien creó una red AG hace milenios, y ahora las cincuenta razas usan esa red para moverse entre las estrellas.

—Exacto —acotó Demiurgo—. Y quien quiera que creara esa red construyó un nodo de acceso y salida del Sistema Solar muy cerca de Júpiter.

—Bueno, ¿y qué tiene eso que ver con el Oráculo? —preguntó Gato.

—El Oráculo de Penrose es un creador de agujeros de gusano; manipula la textura del espacio. Y también puede cerrar los nodos abiertos. La raza que tenga ese manipulador de materia puede abrir o clausurar sistemas solares a su antojo. ¿Lo entendéis ahora?

Nos dejó digerirlo. No en balde los skash habían formado tanto revuelo. Era cierto lo que decía Mah’Teloy: quien poseyera tal artefacto podría controlar razas y economías galácticas.

Yo lo tenía en mi cabeza y no sabía qué hacer con él.

—Me pregunto si los Pangalácticos tienen el Oráculo desde hace siglos —mencioné— y son ellos los que crearon todas vuestras redes AG y luego abrieron el acceso al Sistema Solar. ¿De ahí vendrá su poder?

—No podemos saberlo. Los Pangalácticos podrían haber heredado de otra especie la red de agujeros de gusano.

—Pero alguien abrió el nodo AG del Sistema Solar hace veinticinco años, y los Pangalácticos fueron los primeros en entrar por ahí.

—Tampoco prueba que fueran los creadores —terció Gato—. Podrían haber alquilado los servicios de una raza con esa capacidad. Están especializados en subcontratar a otras razas para llevar a cabo las cosas.

—Y eso no es todo —nos manifestó Demiurgo—. El Oráculo de Penrose, en teoría, es capaz de colapsar la función de onda cuántica de su propio horizonte de sucesos y saltar entre universos por sí mismo. Si tienes el Oráculo, ya puedes despedirte del motor de curvatura.

Lo que nos llevaba a:

—¿Y los humanos construyeron un Oráculo? —pregunté.

—Presumiblemente.

—¿Entonces por qué hemos estado mendigando el motor de curvatura por casi medio siglo?

—Tal vez recién acaban de construirlo.

—No solo eso —respondió en el acto Demiurgo—. Una cosa es dar con el modelo teórico, tener a mano mentes científicas inspiradas y construir un Oráculo, y otra, muy distinta, es poder utilizarlo.

Era eso lo que quería decirme el drako en la cantina.

—Bueno —se impuso Gato—. ¿Y a nosotros dos? ¿De qué nos sirve?

—A vosotros dos, de momento, no os sirve de nada —respondió el artilecto—; pero a mí me abre un amplio abanico de oportunidades. Por cierto, os tengo noticias frescas sobre los skash —la voz adquirió un matiz de urgencia—. Están muy cerca de aquí. Los mesh los han alertado de vuestra presencia.

Gato bufó una imprecación intraducible y sacó su arma.

—Ha sido un error venir; nos hemos atascado. ¿Cuántos son, Demiurgo?

—Tres exploradores vienen bajando junto a la arteria de enfriamiento; y otros quince se encuentran a medio camino del laberinto. Llevan corazas ablativas y armamento incorporado. Y tienen propulsores. Por eso son tan rápidos.

—Estamos muertos —vaticiné.

—Mira, muchacho —declaró Gato—, a este viejo kyam ningún skash le ha puesto jamás una zarpa encima. Y no creo que hoy vaya a suceder. —Se volvió hacia el artilecto—. Bueno, Demiurgo, ha sido una velada muy ilustrativa, pero no nos has sido nada útil. Si consigo salir vivo de esta ya tendremos unas palabras.

Y me empujó hacia la salida.

—No deberías irte, Rudy —me dijo el QUAI—. Hay otras cosas en tu cabeza de las que tengo que contarte. Muy interesantes: copias mentales, estructuras, datos, historias… ¿Quieres que hablemos sobre ello?

—No —se nos interpuso Gato—. Queremos irnos. Y vivir.

Me empujó hacia la salida.

—Buona fortuna —dijo Demiurgo mientras flotábamos umbral afuera.

Sí. La íbamos a necesitar.

 

La Tercera parte de El Oráculo de Penrose se publicara el Sábado 13 de Septiembre 2014.

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Lobo7922

Creador de La Cueva del Lobo.

Desde muy joven me sentí fascinado por la Ciencia Ficción y la Fantasía en todas sus vertientes, bien sea en literatura, videojuegos, cómics, cine, etc. Por eso es que he dedicado este blog a la creación y promoción de esos dos géneros en todas sus formas.

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