El Obelisco

Hay símbolos casi inmortales o al menos duran mucho más que una civilización. Algunos son objetos físicos —un monumento por ejemplo—, otros son nombres propios, una canción, una melodía o hasta un apellido. Muchos creen que si preservamos el símbolo el todo representado resucitará. Esta es la historia de alguien con un gran deseo de restablecer la belleza existente antes de la destrucción y es posible que en este momento esa persona nos esté contemplando.

Nuevamente regresa a nuestra páginas nuestro amigo Joseín Moros con una historia para el Desafío del Nexus:

El Obelisco

Fue la noche más oscura en mis doce años de vida. El terremoto de 1967 produjo un apagón general y las nubes de polvo surgidas con la caída de los edificios me hacían toser. Yo tenía puesto mi uniforme de boy scout y con mi mano temblorosa apreté el mango del cuchillo que ya estaba autorizado a portar.

 

Cuando ocurrió el horrible ruido y un primer sacudón a las siete de la noche, yo iba cruzando una plaza y caí al suelo. Vi el gran obelisco, se agitó como una caña sacudida por el viento pero no se partió, me habría caído encima. Como pude corrí hacia mi cuadra en medio de la oscuridad y las multitudes aterrorizadas. Entonces desde lejos vi un monstruo negro tapando los edificios, era la nube de polvo de más construcciones caídas. Corrí, no podía distinguir mi hogar, por fin lo vi y como un cachorro alegre abracé vecinas que no conocía hasta encontrar a mi mamá.

 

Aparecieron linternas y todos iluminaron hacia una zona derrumbada, los gritos y llantos de los heridos se confundían con los nuestros. Mi mamá también tenía una linterna, se la quité de las manos y corriendo alcancé al grupo de vecinos que iban hacia unos escombros, ella se quedó frente a nuestro edificio junto con mis dos hermanos pequeños y gritando mí nombre.

 

***

 

Era más de media noche y la gente dormía en las calles. Los camiones de bomberos, ambulancias y patrullas de policía intentaban repartirse de la mejor manera. La oscuridad y las réplicas del temblor no les permitían entrar por debajo de las placas de concreto apiladas unas sobre otras como cerros de platos rotos.

 

A pesar de mi edad los bomberos me permitieron ayudar, me ordenaron no dejar pasar gente hacia una zona peligrosa. Yo estaba sediento y muy cansado pero no tenía sueño. El espectáculo de tantos cadáveres y heridos sobre las camillas me tenía muy asustado. Las luces de vehículos y linternas de las autoridades me permitieron apagar la mía. Fue una buena decisión.

 

Entonces cayó una llovizna persistente y quedé solo en mi puesto. Fue cuando oí la voz de una mujer con acento extranjero y un bulto oscuro se movió entre dos placas de cemento apoyadas una sobre la otra como el tejado de una casa de muñecas.

 

— ¡Niño! ¡Niño! Por favor, ven.

 

Sin pensar corrí hacia ella, la luz de mi linterna ayudó. Tenía sangre en la frente y una pierna atrapada por un sofá enorme, ese mueble de alguna manera impidió a la pared de cemento aplastar a la muchacha, porque eso era, una joven casi tan niña como yo.

 

—Dame esa bolsa ¡Rápido! ¡Rápido! —pude comprender en las palabras mal pronunciadas.

 

Vi la pequeña bolsa, parecía de plástico a colores. La joven estaba haciendo un gran esfuerzo para alcanzarla como si no le importaran sus heridas. Quedé indeciso un instante, aquella sangre de su frente me hizo dar otros pasos hacia adentro entre el mobiliario aplastado cuidando de no tropezar mi cabeza contra las cabillas y tuberías retorcidas. Con el cuchillo de explorador comencé a cortar el cuero del sofá para liberar su pierna.

 

— ¡No! ¡Primero la bolsa!

 

La tierra comenzó a temblar y el horrible sonido me dejó paralizado. Ella me empujó con mucha fuerza.

 

— ¡Corre! ¡Corre! ¡Guarda la bolsa!

 

Todavía no sé por qué le hice caso y recogí el paquete. Corrí como un perro asustado y detrás de mí las placas terminaron de caer con explosiones cuando las cabillas de acero se reventaban y el concreto se rompió muchas veces. No recuerdo bien lo ocurrido, debí haber metido la pequeña bolsa de plástico en mi bolsillo y regresé a buscar por dónde meterme para ayudar a la joven. Llegaron los bomberos y me sacaron a la fuerza. Yo gritaba que había una niña debajo de los escombros, uno de ellos me preguntó dónde vivía y me llevó hasta la puerta del edificio. Esa madrugada la pasé acostado en la acera sobre trapos y cartones al lado de mis hermanos. La cara de la niña gritaba en mis pesadillas.

 

Al amanecer mi mamá nos montó en el vehículo de nuestro tío mayor y nos fuimos a vivir fuera de Caracas.

 

***

 

Cuando fui a lavar mi ropa en casa del tío Regino, encontré la bolsa de plástico. Le quité la tierra de encima y miré dentro. Era un desordenado mazo de fotografías de colores muy brillantes. No tuve corazón para mirarlas en detalle y guardé la bolsa entre mi ropa limpia.

 

Pasaron dos años y en Julio de 1969 cuando el primer hombre llegó a la luna yo estaba frente al televisor nuevo de mi tío. Nuestro edificio había sido necesario abandonarlo por daños graves en la estructura. De repente, a pesar de la emoción del momento, me levanté y fui a mi cuarto. Saqué la colorida bolsa de plástico y busqué una fotografía. Allí estaba y me quedé con la boca abierta. Había un televisor muy parecido al de la sala con la imagen en blanco y negro de un astronauta al lado de la bandera norteamericana, además el mismo navío espacial estaba allí. Entonces observé con más cuidado el papel de las fotografías, era tan delgado como la cartulina común pero con una textura más consistente y no perecía envejecer, sus colores y brillo parecían nuevos.

 

Oculté el mazo de fotos. Si la joven quiso que yo las guardara y ahora estaba muerta decidí continuar cumpliendo con su último deseo.

 

***

 

Un día en la televisión vi un noticiero urgente con el desastre del once de septiembre del 2001. Salí corriendo de mi oficina y fui hasta la casa construida por mi esposa y yo en las afueras de Caracas. En mi estudio busqué en la caja fuerte y encontré la fotografía por la cual estaba allí. Se veía una pantalla y el asombro me abrumó porque antes yo la había tomado como un cuadro o afiche sobre una mesa.

 

<< No es la fotografía de un cuadro. Es un televisor pantalla plana y a color. Eso no existía en 1967. Allí está el avión a punto de chocar contra la primera torre gemela >>

 

Mis manos temblaban. Entonces me di cuenta, a un lado de la fotografía por una ventana podía verse parte de la plaza Altamira y la montaña del Ávila.

 

<< En esa época por allí no había edificios con esa altura. Esta foto fue tomada desde alguna habitación con mobiliario más reciente >>

 

Sentado en la pequeña oficina, mi santuario inaccesible hasta para mi esposa porque soy un escritor aficionado, esparcí las fotografías sobre el escritorio frente a mi laptop. La del primer hombre en la luna fue la primera en asombrarme tiempo atrás, la miré por el reverso, probé la flexibilidad de la cartulina y cerré las cortinas porque su brillo me llamó la atención.

 

<< Tiene luz propia. Muy poca pero suficiente para realzar los colores. Puedo ver hasta las rayas horizontales de la imagen, las tenían los televisores de esa época >>

 

Poco a poco apareció un texto con letras incomprensibles pero el numero 1967 fue legible para mí. Busqué la fotografía donde aparece el avión a punto de chocar contra una de las torres del World Trade Center y esperé casi un segundo. Apareció el texto, distinguí el número 2001. Con mis manos temblando miré las fotos esparcidas y una con edificios derrumbados la atrapé como si esperara que podía escapar. Reconocí las ruinas del edificio vistas desde su interior, estuve frente a ellas al día siguiente de la tragedia cuando mi mamá me arrancó de allí y me llevó con mi tío, era el mismo donde la joven me entregó la bolsa de fotografías. Dentro del texto estaba el número 1967, el año del terremoto de Caracas.

 

A continuación las escogí casi al azar. Encontré tres con los números 1641, 1812 y 1900. Reconocí el Ávila al fondo, fueron terremotos ocurridos en el valle de Caracas. La fotografía con el número 1999, tomada desde un lado de la plaza Altamira, mostraba los desgarrones producidos por el terrible deslave en la montaña. Entonces me encontré con números más allá del año 2001 y quedé lleno de temores porque en la pantalla de lo que antes yo creí un cuadro o afiche y luego reconocí como un televisor de pantalla plana vi grandes catástrofes geológicas en diferentes partes del mundo, debían ser noticieros. Guardé las fotografías y decidí esperar. Con los años una tras otra se fueron cumpliendo las escenas y las mismas imágenes las reconocí en su momento en los noticieros mundiales.

 

Hoy ya estamos en el año 2035 y soy un hombre viejo, sano pero viejo. Desde mi casa al sur del valle de Caracas puedo ver en la pantalla gigante de mi sala el obelisco de Altamira y al fondo la montaña El Ávila en tiempo real, la vegetación está verde brillante por la lluvia y el sol.

 

Conservo cerca de mí aquel mazo de fotos, se cumplirán sus imágenes con números superiores al 2035, estoy seguro. Tengo una en la mano, en ella veo la silueta del Ávila y altos edificios en el valle, el paisaje está blanco y muerto. La nieve y el hielo eterno todo lo cubre y así será por milenios, lo sé porque tengo otra foto con un número enorme y muestra de nuevo la noble montaña reverdeciendo similar a un dibujo coloreado por un niño con trazos débiles.

 

Sin pensar nada en especial fui alineando unas sobre otras las brillantes fotografías, todavía lucen como el primer día que las vi a la luz del día. Con lágrimas en los ojos apreté el mazo como si quisiera fundir las fotos una con otra para conjurar sus nefastas predicciones. Entonces no pude separarlas y la primera de ellas se tornó negra. Lleno de nervios, creí haberlas destruido, sacudí el bloque sólido aunque liviano contra el escritorio. Se produjo un ruido como el zumbido de un insecto y la primera fotografía se iluminó en mi pantalla de la sala, y entonces aparecieron en secuencia por fecha cada una de ellas. Quedé maravillado, este artefacto había encontrado la manera de penetrar su señal en el televisor. Cuando comencé a sonreír una voz me paralizó, vino de de la pantalla.

 

—Mucho gusto en saludarte. Me alegra verte y saber que estás bien. Mi nombre es Azza. No recuerdo tu nombre.

 

La voz de la niña con su extraño acento me llevó al pasado. Sus frases llenas de cortesía me sonaron como las que aprendemos en los cursos de idiomas, bien recitadas cuidando la pronunciación de cada sílaba. Por reflejo contesté despacio y también cuidando la dicción.

 

—Azza, mi nombre es Carlos —y guiado por una idea que había estado reflexionando desde años atrás continué—, estas bien en tu mundo del futuro, me alegro mucho. Guardé la bolsa como me pediste, cuando quieras me dices cómo hago para dártela.

 

—Puedo traerla sin ir hasta tu casa pero quiero verte. En un momento estaré allí.

 

En la pantalla apareció la imagen de una ciudad enorme con miles de edificios cilíndricos rodeados de verdor iluminado por algún sol o un sustituto. Lo comprendí en un instante, esa ciudad está en una estación espacial, debe ser tan grande como nadie en esta fecha lo podría imaginar. La concavidad del horizonte, para un arquitecto como yo, fue suficiente información. Entonces sobre ese horizonte apareció un pequeño planeta azul y los ojos se me nublaron, era la Tierra con el aspecto de estar sufriendo una terrible glaciación. La presentí muerta o por lo menos muy cerca de la muerte.

 

En el centro de la habitación apareció con lentitud un cilindro translucido y la silueta de una pequeña figura en su interior. Y de repente todo desapareció menos la persona ahora sólida por completo. Era la niña que vi en 1967 a punto de ser aplastada por el edificio derrumbado. Traía un vendaje sobre su frente, vestía túnica rosada y sonrió al verme.

 

—Quiero agradecerte, Carlos, pusiste en riesgo tu vida para salvarme. Yo pude regresar de inmediato pero mi bolsa con la tarea escolar no quería perderla.

 

— ¿Todas esas fotos son para tu tarea escolar? ¿Cómo es eso?

 

La niña sonrió y sin moverse del sitio inició una alegre explicación.

 

—Preparé estas palabras para explicarte, yo estoy aprendiendo tu idioma. En la escuela hacemos un trabajo final antes de ingresar a nuestra Universidad. Quiero ser arquitecto, como tú, vi los diplomas en la pared, mi cámara fotográfica me envió imágenes de este lugar cuando comenzó a transmitir. Mi nombre completo es Azza tan Caracas, es un apellido muy poco común y quise hacer el trabajo escolar sobre esta ciudad. Ya viste como está la Tierra en mi tiempo y por las fotos estoy segura que ya sabes lo ocurrido.

 

—Azza, también deduje que en un futuro muy lejano la Tierra comenzará a recuperarse. ¿Puedes viajar a tu propio futuro?

 

—Hasta ahora sólo podemos mirar en algunos lugares y la gente de ese futuro nos ha visitado pero igual como hacemos nosotros se mantienen fuera de contacto directo. Yo he estado aquí en viviendas y oficinas solas o abandonadas, muchas personas de la Caracas de tu pasado nos confunde con visiones o fantasmas cuando por accidente nos tropezaron alguna vez.

 

Se quedó en silencio y comprendí. La visita había terminado.

 

— ¿Puedes alcanzarme la cámara, por favor? No debo moverme para facilitar mi regreso.

 

Me levanté de mi escritorio, le entregué la bolsa y la cámara. Entonces ella me entregó mi pequeño cuchillo, tan nuevo como en 1967.

 

—Dejé en tu televisor algunos vídeos. Podrás ver cómo vivimos en el espacio, no hay forma de copiarlos o transmitirlos ni se activarán si hay otra persona que no seas tú en esta habitación. Esta glaciación la humanidad la provocó antes de tiempo, cuando termine nuestros descendientes volverán. En ese futuro otra vez habrá una ciudad en este valle y yo quiero que tenga el mismo nombre, Caracas, ojalá que la cuiden mejor. Adiós.

 

Y desapareció.

Fin

Muy curiosa historia, muchas gracias Joseín por compartirla con nosotros.

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Repito la imagen de portada de nuevo porque no se puede ver con claridad mas arriba:

El Obelisco 02

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Joseín Moros
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