Nuestro amigo Joseín Moros, vuelve al Desafío del Nexus con una nueva e interesante historia, con unos protagonistas y unos enemigos bastante inusuales:

Arpas y focas rosadas 03 copia

Arpas y Focas Rosadas

Autor: Joseín Moros

¿Si no hay agresor, cómo puede ocurrir un ataque?

¿Cuando todo parece perfecto, y bajo control, puede un minúsculo evento generar una cadena de fatales acontecimientos?

¿Hasta dónde una conexión global, entre todos los seres humanos, es un acontecimiento positivo?

¿Y ya generada una crisis, puede un solitario cerebro envejecido descubrir lo inaccesible a la sapiencia de los más calificados humanos? ¿O esa falta de juventud, en sus millones de neuronas, es una desventaja?

Un fabuloso hallazgo en Marte, por parte de unos colonos, genera una reacción de contagiosa euforia en toda la humanidad. Cada individuo de la población de la Tierra, y Marte, pertenece a redes sociales de extraordinario tamaño, cualquier inquietud en su mente puede hacerla conocer de manera instantánea, con las consiguientes reacciones de quienes se sientan involucrados.

 IN GIRUM IMUS NOCTE ET CONSUMIMUR IGNI

(Damos vueltas en la noche y somos consumidos por el fuego).

Frase de origen incierto y misterioso significado.

El techo del estacionamiento retumba, Amarilis sintió la presencia de un gigante arriba en el exterior. Ella se encontraba a seis niveles bajo tierra en un estacionamiento de vehículos; su vida peligra, igual a la de muchos en la ciudad y en todo el planeta. Canturreó una tonada, en la penumbra oyó cientos de personas acompañándola en voz baja. Se escurrió con lentitud, pegada a las paredes, encontró un pasillo estrecho lleno de tuberías, apoyó el liviano rifle con mira telescópica en la pared y metió la mano bajo sus ropas de combate; extrajo un objeto, con forma y volumen de jabón de baño, su nombre público es: JI, El Jabón Inteligente, y su popularidad ya tiene casi un siglo. Su palma y dedos se acoplaron al liso artefacto y varió la cantidad de presión en cada uno de ellos, como lo había hecho desde su infancia. A un metro de la visera del casco apareció una imagen, de dos palmos de altura y tres de ancho, mostraba escenas del exterior en tiempo real.

Movió las vistas a velocidad de vértigo, primero desde el cielo, a diferentes alturas, como si un pájaro enloquecido estuviera buscando algún objeto difícil de encontrar. Entre nubes de polvo tapando el sol, vio enormes edificios recién destruidos. Luego en las calles, casi a ras del pavimento, las tomas parecían la visión de una serpiente desesperada, tratando de encontrar alguna presa.

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Le dolía el cuerpo, Amarilis tenía más de setenta años. Desde cuatro meses atrás, todo voluntario para el combate era aceptado y las personas de avanzada edad producían iguales resultados a cualquier otra. Le entregaban equipo, le deseaban suerte, y salía solo o sola a buscar el enemigo. Puerto Cumaná, su ciudad natal, había tenido más de treinta millones de habitantes hacia siete meses, y ahora la habitaban menos de la mitad; si quisiera movería los dedos, o verbalizaría una orden, y los datos de población sobreviviente en los últimos minutos, clima, edificios destruidos, cuerpos aplastados por los derrumbes, aparecerían en la pantalla virtual creada por el JI.

Como en todo el globo terrestre, durante casi un siglo y hasta hacía sólo siete meses, la prosperidad, estabilidad política y social, era el factor común en metrópolis y zonas rurales. Después de los cincuenta años de la “Segunda guerra fría”, por los conflictos en medio oriente a principios del siglo XXI, ocurrió la “Guerra de las seis horas”. Fue un terrible evento, costó más de dos mil millones de vidas en todo el globo terrestre, y sin el uso de armas químicas o nucleares por parte de las mayores potencias. En los primeros golpes de la batalla, los gigantes exterminaron a los pequeños infractores, apenas lanzaron sus armas prohibidas. Pareció un combate entre un puñado de hábiles escorpiones, buscando con precisión quirúrgica órganos importantes de los contrarios. No hubo tiempo de reafirmar alianzas, se concentraron en debilitar al más cercano y peligroso, con especializadas armas robot. Luego vino la “Paz Necesaria”.

En los últimos noventa y tantos años, la colonización de Marte se inició, concertada por la unión de todos los estados de la Tierra. La humanidad miraba hacia el espacio, lugar infinito, donde luchar por fronteras parecía risible, por el momento.

Amarilis colocó en “vigilia” al JI, sonrió con el diseño personalizado de la superficie —arpas y focas rosadas—, recordó su familia y sus fallecidos alumnos en la escuela primaria y lloró de tristeza. Guardó el aparato en un bolsillo de cierre automático, podría oír su llamada o sentir la vibración si llegaba un mensaje. Levantó el ligero rifle y utilizando el visor infrarrojo de su casco, avanzó entre multitudes apretadas contra el suelo. Vio combatientes voluntarios como ella —lentos y viejos—, no se prestaron mutua atención, es una búsqueda individual, así tal vez alguno tuviera suerte, porque todos los ejércitos del mundo fallaban desde hacía siete meses, cuando ocurrió el primer ataque en Marte y al otro lado del globo. La mujer oía cientos de aviones y vehículos robot, buscando y buscando, igual a como ella lo hacía. Los especializados instrumentos exploraban en todos los espectros posibles, fuerza gravitacional, humedad atmosférica, velocidad de los vientos. La desesperación había forzado a utilizar hasta irracionales transductores para fenómenos físicos: en los noticieros aparecían sacerdotes y sacerdotisas, de infinidad de credos, médiums, brujas y brujos, intentando ubicar los atacantes, hasta ser aplastados por los derrumbes. Antes de chocar contra superestructuras de puentes, rascacielos, naves aéreas o decenas de bloques de edificios, el proyectil enemigo no provocaba desplazamiento en la masa de aire circundante, ni explosión alguna, sólo era un fuerte puñetazo aparecido sin anticipación.

Amarilis, docente, escritora tardía y bisabuela, había venido de un suburbio de las afueras, fue la única sobreviviente del colegio donde trabajó, golpeado por un enemigo enmascarado. También era la única persona viva de su linaje. Apretó los dientes, mientras despacio remontaba escalón tras escalón, y surgió a la calle. El sol había salido, sintió su calor en los huesos adoloridos. El olor del mar llegó hasta sus fosas nasales, parte de los ciento setenta kilómetros de playa tropical estaban frente a sus ojos, como una carretera amarillo oro perdiéndose en el horizonte. Vio la arena cubierta con restos de aviones robot —ya no quedaba ninguno en el aire—, y decenas de edificios lanzados a la playa, similar a como un niño enfurecido arroja sus juguetes a las olas.

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En el interior del casco sonó la tonada de moda, tarareada una y otra vez por ella misma.

—Atención, milicia de Puerto Cumaná. Habla Diana Cazadora. Se fue —dijo una voz femenina, cansada y a punto de llorar—, está al otro lado del océano, atacando Moscú por novena vez. Coman algo, tomen sus medicinas, intenten dormir. Avisaremos cuando inicie el séptimo ataque contra nosotros.

Ese era otro de los enigmas: sólo embestía un blanco a la vez, durante un número aleatorio de minutos, nunca más de tres; tampoco había sido posible descubrir un patrón en la escogencia del siguiente objetivo. Las autoridades militares se preguntaban: ¿son varios y atacan por turnos, o sólo es uno?

Amarilis tomó asiento en un sillón de playa desvencijado, había caído sobre la acera cuarteada, junto con un puñado de cadáveres incompletos. Sus músculos agarrotados pedían reposo. Miró hacia el oeste, a doscientos kilómetros de allí existió el suburbio de donde vino y volvió a recordar su familia y los niños, muertos bajo los escombros.

Aunque su vista era limitada, la visera compensaba de manera eficiente y se dedicó a observar el entorno. Distinguió, a unos ciento cincuenta metros de allí —en el lugar donde rompían las olas—, un pequeño objeto oscilante, como un florero indeciso en caer hacia un lado u otro. Dio una orden verbal, la imagen aumentó de tamaño en uno de sus ojos. Se levantó de un salto, apoyada en el fusil, no percibió el traqueteo en los huesos de sus caderas y espalda.

<< Un niño entre los escombros. >>

Cuando estuvo cerca de la pequeña figura, Amarilis sudaba y su respiración no era fácil. Se vio obligada a usar el fusil como bastón y continuó la carrera, parecía una muñeca rota, empujada por el viento.

El niño debía tener unos siete años, calculó ella. Estaba arrodillado en la arena húmeda, y se balanceaba adelante y atrás, apretando una mano con la otra, como si estuviera implorando. Vio una herida en su frente, las rodillas en piel viva, también había perdido la camisa y los zapatos; su mirada, perdida en el horizonte marino, como si deseara que el nacimiento del nuevo día no fuera interrumpido.

Amarilis tenía experiencia con niños, al primer vistazo se dio cuenta: la mente del pequeño estaba en otra realidad. En el agua flotaban cadáveres y escombros, de los grandes hoteles lanzados contra la playa. Para calmarlo comenzó a tararear su melodía preferida, entonces el pequeño se tapó los oídos y gritó. La mujer dejó de cantar y habló con suavidad.

—No tengo fuerza para levantarte. Sígueme, iremos a comer y descansar.

Apoyada en el fusil, rediseñado para civiles, y el cual la mayoría de las veces terminaba como bastón en las destrozadas milicias, guió al niño ciudad adentro, alejándolo del terrible espectáculo de la playa. El ruido de ambulancias, gritos de bomberos, alaridos de heridos, y rumor de toda clase de tareas de rescate, se fue perdiendo a sus espaldas. Un camión robot, avanzando sobre orugas, se detuvo. Amarilis ordenó una caja de primeros auxilios, agua, comida y un par de pequeñas sandalias de playa. Retiró el pedido y el vehículo continuó avanzando con lentitud. De repente, para anunciar su presencia, el camión dejó oír una melodía y el niño se tapó los oídos. Durante todo el trayecto ella había evitado tropezar con sus pies innumerables Jabones Inteligentes, al parecer abandonados por sus dueños; en realidad las autoridades los esparcían por toda la ciudad, si alguien necesitaba uno, sólo al tomarlo las huellas de su mano lo identificaban y si no podía, la voz también era una forma de reconocer su identidad y entonces vendría la ayuda.

Amarilis vio el niño apartándose de los JI, como si fueran animales peligrosos, ya más de uno lo había asustado con la música.

Un momento después observó al pequeño caminar más rápido, señalando hacia adelante.

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Y decidió seguirlo.

▲▲▲

Una hora más tarde, la mujer estaba en la exuberante azotea de uno de los más altos hoteles de la ciudad. Puerto Cumaná era la joya del Caribe, para los turistas de todo el globo. Buscó sombra de palmeras, en el oasis artificial; Amarilis se había dejado conducir por el niño hasta allí, y resultó un lugar ideal para observar el mar y la metrópoli. Desde la enorme altura vio la playa devastada, como si un huracán hubiese intentado arrastrar kilómetros de hoteles turísticos al mar. Si se entretuviera mirando a los alrededores, también vería un enorme zigzagueado entre las construcciones, similar a la estela dejada por una bestia enfurecida en un campo de trigo; ése era el resultado de las anteriores visitas de la destrucción.

El niño, o no podía, o no sabía hablar, descubrió Amarilis. La mujer se preocupaba cada vez más, por largos minutos su protegido se abstraía, bamboleando el cuerpo, luego orientaba la mirada hacia el mar. Su frente y rodillas las había vendado; casi a la fuerza logró hacerlo comer y beber. Fue en vano todo intento de involucrarlo en algún juego y Amarilis, con dificultad, dejó de tararear la melodía —a cada momento se le venía a la mente—, para evitar los gritos del pequeño. Por fortuna el edificio de sesenta niveles permanecía vacío, de lo contrario alguien, en cualquier momento, entonaría el estribillo.

Cerró los ojos y recostó la espalda a un muro de la terraza, bien protegido por la vegetación y cercano a una laguna artificial. Rememoró —imitando el estilo de un narrador de noticieros—, los ataques sufridos; al mismo tiempo introducía observaciones, como espectadora de su propio reportaje. Este ejercicio lo hacía con frecuencia, para mejorar su habilidad de escritora.

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Y se durmió. Soñó con un noticiero de lo ocurrido en Marte, a comienzos del pasado Febrero, horas antes del primer ataque en la Tierra. La colonia estaba habitada, los últimos cincuenta años, bajo cúpulas de un kilómetro o más de altura, diseminadas por todo el planeta rojo. Sumaban doscientos cuarenta y cinco millones de personas. En profundas minas encontraron restos de una ciudad, días después hallaron un gigantesco anfiteatro, rodeado de estatuas, eran veintidós formidables monumentos de roca violácea. Representaban amenazadores seres de larga cabellera, muy diferentes a los millones de menudos individuos encontrados en apartadas tumbas, similares a humanos de largos brazos y seis dedos en cada extremidad. Para muchos, aquellas pesadillas de las estatuas les pareció representación de bestias anfibias.

También fue hallado, en el centro del anfiteatro, un gigantesco instrumento musical, dentro de una caja transparente, tan alta como un edificio de dos pisos. El aparato era un gran tobogán, fabricado con un material similar a la goma vulcanizada y de color bermellón. En la parte superior, una pesada esfera, con medio metro de diámetro, y de un metal desconocido y brillante como el oro, esperaba desde eones; cuando alguien bajara una palanca recorrería el tobogán hasta tocar tierra. En el recorrido la esfera iba a golpear veintidós barras, suspendidas por delgadas cadenas; cada barra tenía diferente grosor, colores, longitudes y en apariencia desigual composición metálica. Llenos de apresurado optimismo, los colonos decidieron perforar la caja, sustituyeron el vacío por aire, introdujeron un brazo autómata, sellaron de nuevo la caja y se prepararon para oír y grabar la melodía, cuando fuera accionada la palanca. Al mismo tiempo transmitirían video y sonido a sus ciudades, y a la Tierra. Miles de millones de personas, con sus JI, verían y oirían el espectáculo.

Y ocurrió la magia. Nunca antes, en la historia de la humanidad, tanta gente se sintió feliz al mismo tiempo. De allí en adelante, todos los medios audiovisuales utilizaron la melodía, aunque sólo duraba nueve segundos y cuatro décimas. Fue imposible dejar de tararearla. El asombro aumentó cuando los adolescentes la reprodujeron al revés. Muchos la llamaron “palíndromo musical” y otros: “palíndromo diabólico” y la construcción de frases, con igual significado leídas al revés, se puso de moda.

En el sueño, donde se encontraba inmersa, Amarilis visualizó uno de sus profesores de la universidad, hablando en la imagen proyectada por su Jabón Inteligente, tan brillante y nítida como la realidad.

“Hace poco más de cien años, un escritor de nombre Richard Dawkins, acuñó el término “meme”—decía el profesor—, quedó definido como el equivalente a un gen transmitiendo algún rasgo de los organismos vivos, pero, y esto es muy importante, el meme sólo transfiere información, y tiene una característica muy especial: se multiplica como un “virus mental” en la población humana. Cuando lo oyes, no puedes borrarlo, y se manifiesta incluso contra la voluntad del contaminado, para alcanzar otro huésped.”

Amarilis abrió los ojos y se tapó la boca, para no gritar, porque la siguiente imagen, en su sueño, había sido de pesadilla. Vio un demonio tras ella, el engendro podía vivir en el agua y en la tierra.

Sintió una intensa mirada del niño.

— ¿Me veías dormir?

Observó un parpadeó y disminución de fuerza en los grandes ojos infantiles.

— ¿Quieres oír música? —le brotó la pregunta, mostrando el JI extraído del bolsillo.

Vio rapidez al taparse los oídos.

—Esa música no, una más bonita —agregó, con voz amorosa.

Otra serie de parpadeos y Amarilis hizo reproducir una composición infantil, bien aceptada por niños de siete años. Vio al pequeño mover sus manos, como si estuviera recorriendo una envolvente de la melodía. Ella lo imitó y continuaron el juego con varios temas.

Un rato después, a la sombra del muro más cercano, proyectó un juego musical. Consistió en transformar la tonada en una fila de cilindros de colores, luego, moviendo una mano en el aire, permutaba la posición de los cilindros y a continuación reproducía la música. Amarilis vio interés, mientras ella realizaba modificaciones en varias melodías; y luego, al reproducirlas, los efectos sonoros iluminaron la cara infantil.

—Ahora tú —dijo Amarilis, y proyectó una composición muy simple, convertida en una docena de cilindros.

No se sorprendió al ver al niño apuntar con el dedo hacia ella y con la otra mano, la pared: “no quiere tocar el JI”, dedujo. Y sentado en el suelo, al lado de Amarilis, señalaba un cilindro coloreado cuando una estrella brillante, puntero controlado por la mujer, lo tocaba. Luego, con lentos movimientos de su mano, le indicaba hasta dónde moverlo. Muchos efectos sonoros la hicieron reír y el niño casi habló con sus ojos, manifestando alegría. La magnitud del juego aumentó con rapidez. La mujer estaba maravillada, con asombrosa facilidad el pequeño llegó a jugar con filas de hasta doscientos cilindros, alineados como ladrillos en un muro, llenando la pantalla en toda su extensión. Las composiciones, obtenidas con el juego, la hicieron llorar por su gran belleza. Entonces, sin querer, de sus labios brotó la tonada aterrorizadora para el niño.

Amarilis vio como el pequeño se tapó los oídos, pero mantuvo la vista en las filas de cilindros aparecidos —el JI, de manera automática, había buscado la melodía original—, y con lentitud extendió sus pequeñas manos para indicar movimientos.

— ¿Al revés? —murmuró Amarilis y vio al niño taparse los oídos de nuevo.

La mujer abrió la boca por la enorme confusión, ella no había tenido oportunidad de oír la música marciana de esa manera.

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Amarilis siguió los movimientos indicados por el niño.

— ¿Quitar el número quince?, —preguntó Amarilis— ¿Borrarlo? Bien. Ya está. ¿Y ahora? ¿Mover el número dos? ¿No? ¿Duplicarlo? ¿Y ahora? ¿Llevar la copia hasta el lugar donde estaba el quince? ¿Y ahora?

No hubo tiempo para una respuesta. La mujer siguió la mirada del niño, y sintió terror. Sobre el horizonte marino apareció una sombra violácea. En un principio le pareció una lejana tormenta.

— ¡Dios mío!

Amarilis sintió los ojos del niño taladrando los suyos, cuando volteó para mirarlo.

Con rapidez la mujer accionó sus dedos sobre el JI.

— ¡Alerta! Diana Cazadora. ¡Viene un ataque!

Mientras se ponía de pie sintió un sacudón, el pequeño había atrapado su pierna y ella volvió a sentarse en el suelo.

— ¿Qué hago? —preguntó. Intentando comprender el lenguaje de señas.

Amarilis veía los brazos del niño señalar el JI, luego a la pared y después los agitaba hacia lo alto, como un abanico.

— ¿Tocar la melodía? ¿Transmitirla? —ésa era la respuesta, el niño había sonreído por primera vez.

— ¡Diana Cazadora! ¡Retransmite esta señal a todos los JI, al máximo volumen! ¡Máximo volumen!

Mientras hablaba, Amarilis envió el mensaje con similares instrucciones a millones de contactos en milicias del globo terrestre: “reproducir con volumen máximo”.

Tal vez fue el tono desesperado, pero seguro, en la voz de Amarilis. Diana Cazadora estaba dormida sobre el escritorio, con su JI acobijado en las flacas manos. Frente a ella había docenas de proyecciones en constante conmutación y una de ella se agigantó. Sin terminar de recuperar la conciencia, sus ancianos dedos retransmitieron la petición de Amarilis. Vio a una mujer desconocida, en la imagen virtual derivada de las cámaras de seguridad del hotel. Con rapidez leyó la identificación del JI al pie de la pantalla: Amarilis U.

La melodía vibró en la sala de control, durante siete segundos y siete décimas. Diana Cazadora sintió una emoción incontenible, mezcla de alegría, libertad y triunfo.

— ¡Viene por nosotros! —gritó Amarilis, en la proyección virtual.

Diana Cazadora vio a la desconocida intentando proteger un espacio en el suelo, interponiendo su cuerpo. Y la imagen se apagó.

▲▲▲

Dos horas después encontraron residuos de Amarilis, gracias al chip identificador insertado en la zona más sólida del hueso sacro.

Al día siguiente había una reunión con representantes de diferentes disciplinas, venidos de todo el planeta a Puerto Cumaná, la última ciudad atacada en la Tierra.

—Era un edificio de sesenta niveles, el impacto lo enterró en el suelo, como un martillazo contra una estaca de madera en la tierra —dijo un joven militar, en la mesa con forma de V, donde más de trescientos cansados participantes intentaban descubrir qué había pasado en realidad.

—Sólo ella estaba en la azotea, el resto de la gente permanecía en los sótanos. Nadie sobrevivió —dijo un oficial bombero.

Una mujer, de unos ochenta años, con uniforme similar al de la difunta Amarilis, era la conocida con el nombre clave: Diana Cazadora. Habló en tono lastimero.

—La grabación en la “caja negra” del hotel, y en la copia espejo del satélite, la muestra hablando con alguien a su lado, por desgracia no tiene audio. Yo la vi protegiendo algo con su cuerpo, no se puede distinguir qué era.

Otra mujer, de mediana edad, vestida de civil y con aspecto académico, levantó la mano para pedir la palabra y no esperó se la otorgaran.

—Los cerebros sobresalientes a veces crean situaciones imaginarias, para aislarse y resolver un gran problema al cual se han propuesto resolver. Amarilis estaba sola, hay videos mientras caminaba en la calle, pidiendo suministros a un camión robot. No sabemos para quién eran las pequeñas sandalias. En la azotea del hotel jugaba, como si estuviera curando una mascota o un niño herido, y hablaba sola. Insisto: tuvo una creación de su mente, para resolver un enigma imposible de comprender por el resto de la humanidad.

La dama se levantó para dar más fuerza a sus palabras.

—Amarilis introdujo un virus en otro; o estirando en extremo mi analogía: ella anuló al primero con un “viroide comunicacional”, de altísima eficiencia. Ya nadie siente la necesidad de canturrear el llamado “Canto de Sirena Marciana”, y desapareció la sincronía en los movimientos oculares durante el sueño. Ahora todos repetimos, aún contra nuestra voluntad, la “Sinfonía Amarilis”, nombre con el cual estoy muy de acuerdo.

—No tenemos explicación —agregó un anciano encorvado, sentado al lado de la mujer que habló de último—, los satélites muestran la irrupción de un objeto móvil, con más de quinientos metros de altura. Su silueta me recuerda una foca con cabellera, parecida a las estatuas encontradas en Marte, poco antes de la destrucción de sus ciudades. Sólo el espectro ultravioleta pudo mostrarla, por cortos relampagueos. En el mismo instante, cuando finalizó la “Sinfonía Amarilis”, desapareció y no hubo más ataques en la Tierra. Hay quienes sugieren una puerta a otra dimensión, abierta por la prisionera y sincronizada conciencia colectiva, pero eso cae en la especulación extrema.

—Tenemos dos hechos curiosos —dijo una anciana, con indumentaria de alguna religión—: el edificio donde murió nuestra heroína Amarilis, se llamaba Palacio de Orfeo, y su nombre completo es: Amarilis Ulises.

— ¿Orfeo? ¿Algún millonario tropical? —interrumpió sonreído uno de los militares.

—No, no fue un millonario —contestó la religiosa, sin sonreír—, Orfeo fue un hombre mitológico de la antigüedad; con su música anuló el canto de las sirenas. Entonces ellas se convirtieron en piedra, como las estatuas encontradas en Marte.

FIN

¿Estaremos infectados con un “viroide comunicacional” algunos de nosotros en la actualidad? Interesante reflexión la que nos trae Joseín en esta historia.

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