El escritor cubano Salvador Horla retorna a nuestras páginas con un nuevo relato que estoy seguro todos disfrutarán:
Trabajo Nocturno
Autor: Salvador Horla
En un olvidado hospital de la Habana un poderoso palero cree que puede adueñarse de la salud y juventud de una inocente niña con total impunidad, pero la vida nunca es tan fácil ¿o sí?
“Yo te contaré
el verdadero secreto de la magia:
cualquier hijo de puta puede lograrla.”
Susurro de John Constantine a su creador Alan Moore.
La aterrada mente de seis años de Clarita negaba con desespero su actual situación. No dejaba de repetirse que todo aquello no podía ser otra cosa que un mal sueño. Pero la pesadilla era singular, una que se tragaba sus gritos, la dejaba en penumbras y la maltrataba como un saco. Todo fue tan rápido. El fuerte dolor en el abdomen en pleno examen de matemáticas fue tan agudo que su cuerpo se engarrotó y se desplomó. El profesor del aula tuvo que cargarla en peso y correr con ella. Sollozando suplicó que avisaran a su madre. Tenía un padre doctor pero estaba en misión en Venezuela. No recuerda mucho de lo que sucedió después. Sabe que la lograron meter en un almendrón y la llevaron al “Calixto” por su cercanía.
El arco de la entrada de Emergencias del Hospital Universitario General “Calixto García” fue lo último que vio antes de que su mundo se congelara y cayera en el abismo de la inconsciencia. El frío mordió su carne, el olor a antiséptico se le impregnó en la garganta, y los breves flashazos le mostraron los tubos fluorescentes bañando los sucios azulejos de las paredes con su luz mortecina. Después, se sintió lanzada hacia un vacío de oscuridad donde gritó hasta el agotamiento y solo el silencio le sopló en la cara.
Entonces las tinieblas se rasgaron, y un cúmulo de aterradoras imágenes comenzaron a golpear tanto su cabeza que le dieron ganas de vomitar. La estaba sacudiendo la violencia de un huracán, pero aquella tortura comenzó a disiparse poco a poco. A pesar del gran aturdimiento, su cuerpo se volvió mucho más ligero, como si flotara.
Comenzó a abrir los ojos poco a poco al recuperar el valor y la fuerza. Pero la imagen que tomó forma ante ella la perturbó aún más. Observó su propio reflejo yaciendo dormida en una cama de hospital con su madre a su lado rendida de agotamiento en un sillón de aluminio. Sin embargo, no se encontraba frente a un espejo. No se podía mover. Le gritó a su madre pero no la despertó. Aquello era el inicio de otro capítulo de la pesadilla. La fuerte presión que apretó su cuello le hizo comprender que su pequeño cuerpo no flotaba. Algo la tenía aferrada con fuerza por la garganta y la suspendía en el aire como un pedazo de carne.
—Ahora te portarás como una niña buena y tranquilita y vendrás con nosotros. Tenemos trabajo que hacer. –El sonido de la escurridiza voz congeló de miedo a Clarita como el veneno de una serpiente mientras una sombra cubría sus ojos y la hundía de nuevo en la oscuridad.
Abrí los ojos cuando el ruido de los pasajeros me devolvió a la realidad. Me puse a contar las paradas, todavía faltaba una. No estaba dormido. Ni tenía asiento, ni siquiera me molestaba ya en conseguirlo. Me fui acercando a la puerta trasera y traté de relajarme, siempre chequeando los bolsillos y con los oídos atentos a mi alrededor. Dejé que mi mente divagara por lugares y momentos más felices. Pero solo el pensar en el trabajo que me esperaba borraba todo aquello.
Los insultos y maldiciones lanzados al chofer hicieron que volviera en mí. Delante tenía toda un aula de secundaria tratando de quemar por adelantado sus etapas hormonales. Uno de ellos tenía la cabeza atrapada en la puerta de la guagua. El conductor la había cerrado para evitar que el grupo se colara sin pagar. El joven se estaba ahogando y sus compañeros no reaccionaban. El resto de los pasajeros no se inmutó esperando que el chofer hiciera su trabajo.
Suspiré resignado y agregué al coro otro insulto al chofer. Me abrí paso por el pasillo y proyecté mi codo con toda mi fuerza como un ariete contra el borde de la puerta, que se abrió por el impacto. El joven medio asfixiado cayó sobre mí. El grito de júbilo de sus compañeros me invadió. Revisé al mocoso. Estaba agitado, recuperando el aire perdido, pero aparte del nuevo collar de churre se encontraba bien. Ya había cumplido con mi buena acción del día. Intenté regresar a mi posición inicial, pero descubrí mi puesto ocupado por otro miembro de la tribu juvenil. Este me dedicó una sonrisa inocente y yo lo asesiné con la mirada.
El P11 reinició su marcha con furia y me sujeté del tubo del pasillo tratando de mantener el equilibrio al igual que todo el ganado humano que transportaba. El salvaje frenazo del chofer me hizo perder el balance y aferrarme de nuevo al tubo. Me mordí los labios. Era mi parada. La puerta se abrió y la estampida me expulsó como una vaca más. Cuando mis pies tocaron la acera, mecánicamente hice un rápido chequeo. Mi esmirriada billetera permanecía en el bolsillo delantero. El viejo blue jean no sufrió nuevas marcas de suciedad. Y mi camisa de algodón tampoco se había arrugado mucho. En otras palabras: éxito. Mi disfraz de persona decente se mantenía intacto.
Me encaminé hacia el acceso lateral del hospital. Antes me volteé unos instantes para dedicarle una breve mirada a las ruinas del Borrás, hospital infantil transformado en mole inútil esperando silenciosamente durante muchos años una demolición que no llega, tumba de una desafortunada victima que cumplía allí su trabajo forzado. Se comentó la existencia de un plan para dinamitarlo. En ese caso, aunque el gasto en explosivos parecía improbable, me imaginaba que las detonaciones harían venirse abajo varias manzanas de viviendas cercanas. El Vedado es un municipio codiciado, pero como todos, se sostiene sobre piedra desgastada y mal mantenida.
No perdí más tiempo y crucé la entrada. El viejo custodio no me miró. Estaba forzando a un pequeño radio a escupir alguna noticia sobre el juego de los Industriales. Ya conocía el resultado, pero quién era yo para quitarle la ilusión. La falta de iluminación no me detuvo y avancé rápidamente escuchando mis pasos resonar entre los edificios sombríos de la ciudadela del Calixto García.
Al cruzar el umbral del Puesto de Guardia, sentí la presión en mi cabeza, el fuerte olor a desinfectante me amargó la garganta. Busqué la sala de espera y me senté en un asiento arrinconado a la pared. Por lo menos el ambiente estaba tranquilo. Solo un par de enfermeros y médicos andaban pausadamente por los pasillos chequeando historias clínicas. Todos trataban de mantenerse en pie después de días de poco descanso, con la mente puesta en las ansias de graduarse y regresar a sus respectivos países. No digo que no sean buenos en su profesión. Pero como estudiantes al fin, nunca me he encontrado dispuesto a servirles de material de estudio. Si hubiera llegado alguien desangrándose por una puñalada, algún infartado por exceso de stress o algún travesti con hemorragia por un improvisado artefacto de autocomplacencia… bueno, la situación en el hospital… sería distinta. Y si esa noche fuera de Carnavales, ni hablar.
El fantasma de la tensión y la incertidumbre infectaba el aire. Pero necesitaba tranquilidad para concentrarme en mi trabajo. Saqué la caneca del bolsillo trasero y me di un trago del menjunje. Para mis adentros, maldije a Yamila por hacer esa cosa cada vez más picante. Me puse los audífonos y activé mi viejo MP3 después de recostarme a la pared. Cerré los ojos tratando de relajarme.
“Don’t Fear The Reaper” de Blue Oister Cult comenzó a entrar por mis oídos. El track duraba 3 minutos con 46 segundos. Cuando terminara, comenzaría el fiestón. Me dejé llevar por la canción. La presión en mi cabeza aumentó y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Aquellos eran los primeros efectos de la pócima. La canción terminó y abrí los ojos. Ahí estaban ante mí. Empezó el segundo efecto secundario. Yo los veía a ellos y ellos a mí. El estómago se me retorció con la primera impresión y por suerte logré contener las arqueadas. Nadie te puede preparar para esto.
Agazapados por el suelo, las paredes y el techo, siete Abikus se arrastraban hacia mí. El ardor verdoso de los ojos y las torcidas quijadas abiertas mostraban el eterno apetito que tienen. Espíritus problemáticos que vagan alimentándose del último aliento de los moribundos, sobre todo de los infantes, su manjar preferido. Aunque los Abikus prefieren los niños, la necesidad les obliga a cambiar sus gustos. Hambrientos siempre, cuando están fuertes ansían incluso encarnar, y si alguno puede hacerlo se introduce en el cuerpo de algún niño pequeño para obtener comida y bebida del mundo material. Cuando lo logra, hace que la criatura sobreviva a todos sus hermanos y vive en él hasta que también le provoca una muerte prematura y busca entonces otra víctima. Son una plaga, imposible de aniquilar, que infecta todos los hospitales del país.
Lamentablemente, esa noche no había venido a exterminar esos parásitos. Buscaba algo más grande. Sus rostros, formados por los retorcidos semblantes de sus anteriores presas, emanaban un temor que me alertaba de su presencia. A pesar del miedo, no vacilaron en acercarse más y más. Este es el peor inconveniente del brebaje de Yamila. Además de darme la perturbadora doble vista, de subirme la presión y acabar con mi estómago, me convierte en un peligroso foco de atención para todos los seres de la dimensión invisible.
Revolví mis anchos bolsillos. Si dejaba que uno de esos carroñeros se me encimara, lo más que sentiría sería un fuerte dolor de cabeza. Pero siete de ellos me devorarían el espíritu hasta dejarme hecho un vegetal. En ese momento, mi mano izquierda palpó su objetivo. Suspiré de alivio y les sonreí mostrando los dientes. Los Abikus se detuvieron en el mismo instante en que mi mano derecha alzó la campanita de plata. El temor de ellos se hizo mayor. La agité un par de veces. El delicado sonido los hizo aullar y sus cuerpos comenzaron a temblar y a retorcerse de dolor. Chillaban suplicando como cerdos en el matadero. Aquello no me importó, así que la seguí sacudiendo un poco más para mostrarles quien era el cazador esa noche.
Un enfermero que cruzaba el pasillo me hizo una seña para que parara. Debió pensar que era un borracho o un demente haciendo escándalo en una sala de espera de terapia intensiva a la una de la madrugada. Le obedecí. En ese momento los Abikus salieron huyendo despavoridos atravesando las paredes y el techo con sus inmateriales formas. Uno de los espectros atravesó con violencia al enfermero y siguió su huida volando por el corredor. El muchacho sintió de repente unas náuseas incontrolables y escapó por una puerta.
Descansé por unos segundos frotando mis sienes con los dedos hasta que obligué a mis agotadas piernas a alzar mi humanidad. Guardé la campanilla e inicié mi recorrido.
Deambulé con cuidado por algunos pasillos hasta que por casualidad encontré lo que buscaba. No esperaba hallarlo tan pronto. La cuerda de gordo y oscuro necro-plasma se agitaba en el suelo como una boa. Aquello era brujería fuerte. Un extremo desaparecía subiendo por unas escaleras, el otro seguía por otro corredor.
Seguí por el corredor de la izquierda hasta que el rastro me llevó al baño de Hombres. Estaba a oscuras pero el hedor de días que escapaba por la puerta entreabierta me hizo retroceder un poco. La anchura del cordel ya me revelaba quien se encontraba adentro. Existen dos métodos para enfrentar esta situación llena de expectativa y tensión. Con astucia y cautela o guiándose por los instintos y arriesgándose a la estupidez.
Un destello metálico sobre una camilla cerca de mí me dio una brillante idea y me fui por el segundo método. No había tiempo para el primero. En la oscuridad me precipité adentro y abrí de una patada la puerta del tercer sanitario.
— ¡Maric…! –gritó sorprendida una enorme sombra que se abalanzó sobre mí navaja en mano.
Le corté el impulso al momento, frenando su cara con el acero de la cuña que agarré un segundo antes. Con una patada al estómago le saqué el aire y lo volví a sentar en el inodoro. Soltó la cuchilla y otro golpe de mi fulminante tibor en su sien acabó de noquearlo. Esperé unos segundos sin moverme, tratando de escuchar los pasos de alguien que hubiese oído el grito y también para darle tiempo a mi corazón a recuperar su ritmo.
Al no escuchar nada, prendí la linterna del celular, aprovechando que estaba cargado, y procedí. El gorila llevaba una bata de médico. Se la quité y la indumentaria y los amuletos que ocultaba me sorprendieron y despejaron mis dudas. Se trataba de un acólito de la Regla del Palo del Monte. Casi un adolescente, blanco y rubio. El primero tan joven (más que yo) con que me tropezaba. Era difícil creer que aquel mocoso fuera un devoto del diabólico Lugombe, pero sus marcas y tatuajes lo echaban pa´alante. Una mierda muy seria, atreverse a jugar con tal poder. Yamila tenía razón. Como siempre.
Aquel blanquito era el responsable de los Cambios de Vida realizados en varios municipios de la provincia. Le robaba la salud y los años de existencia a una persona saludable y se los traspasaba al mejor postor. Su clientela era variada: extranjeros, artistas y cuadros importantes. La mayoría de los desgraciados que realizan esa clase de trabajo lo ejecutan sin la mínima discreción, a la vista de todo el mundo, cerca de sus clientes y sus posibles víctimas. En el cuarto de un hospital nadie se atreve a interrumpir los rezos de un brujo. Puede lograr salvar una vida. Pero el que presencia esto no sabe que pueden emplear la suya como materia prima para llevarlo a cabo. Sin embargo, mi presa trabajaba en las sombras para no sufrir ningún percance. Escurridizo, el muy cabrón. Entonces Yamila, mi psíquica cuentapropista, tuvo otra de sus turbulentas visiones y lo ubicó. Me llamó y aquí vine.
Además de cogerlo por sorpresa, tuve mucha suerte. Todo el poder del Mayombero estaba dedicado a controlar su Mgangan. Se me escapó una risa cuando de mi cabeza brotó otra de mis locas y enfermas ideas. Mi mano se adelantó y sacó la caneca antes de terminar de ponerme la bata de médico. Me quedaba grande.
Ya tenía al amo, solo me faltaba su mascota.
— Tranquila, que ya casi llegamos, preciosa— le seguían susurrando las voces a Clarita, arrastrándola a las tinieblas.
-¡Oye tú, cosa, párate ahí!— el grito desconocido hizo que la oscuridad que la engullía se detuviera.
Migue se acababa de llevar la tercera sorpresa de la noche, no por eso agradable. Después de dejar al Palero inconsciente con la cabeza metida en el inodoro, siguió el otro rastro de la cuerda espectral, pasando de largo entre médicos y angustiados parientes. Subió por la escalera y cruzó por otro corredor que daba a un pabellón. Se detuvo por unos instantes al comprobar que su presa se había enlazado con otro cordel más fino y dorado. Eso significaba que había llegado tarde. Como siempre. Aceleró el paso y no demoró mucho en dar con su objetivo.
Sintió un breve escalofrío y se concentró para mantener quieto el contenido de su estómago. Lamentó el uso del término cosa. No era el adecuado, ni de lejos. Aquello no se trataba de un simple espíritu de otro mundo al servicio del Palero. Su enorme cuerpo se retorcía desplazándose como un cangrejo. Su manto harapiento apenas cubría la joroba y sus numerosos brazos y piernas que se tensaban tratando de arrastrar su peso. Una abominación de necro-plasma, nacida de la fusión caótica de cinco o más espectros.
El engendro se volteó con trabajo y clavó la mirada de tres de sus rostros en el intruso. Seguidamente, otro brazo brotó de su cuerpo y se proyectó como un tentáculo. Migue no pudo reaccionar para hacer una señal de protección y menos evitar que aquella extremidad se le enroscara en el cuello como una serpiente, lo levantara en peso y lo aplastara de espalda contra la pared. Apretó los dientes. El dolor de la columna se le corrió hasta las puntas de los dedos y sus brazos se paralizaron. El ser se le acercó. Le atravesó el pecho con una mano sin dañar su carne hasta agarrarle el corazón y comenzó a manosearlo. El intenso dolor casi lo hace desfallecer y el familiar sabor acre inundó su paladar.
Pero logró resistir y concentrarse en sus reservas de bioenergía mientras tres voces le susurraron:
— ¿Quién coño te crees, para atravesarte en nuestra pincha? Nosotros fuimos padres, hijos, hipócritas, oportunistas, asesinos, violadores, viciosos y suicidas. Nos llamaron Pedro, Osmany, Yamisleidys, Yosmel y otros. Nos quedamos estancados aquí, nos encontraron y nos unieron. Ahora solo somos nosotros. Te devoraremos el alma con papas, pudriremos tu carne y terminaremos nuestro encargo.
—Debes de estar bien rechoncho para gastar tu energía en atacar a un ser material – le espetó Migue al recuperar el aliento con una sonrisa cruel. Gracias al monólogo ya estaba listo. Sus manos se volvieron a mover. Con la izquierda formó “El Signo Mayor” para recoger en ella la bioenergía que su mente enviaría antes de alzarla. La derecha escaló por su pecho y se aferró con fuerza al objeto que le colgaba del cuello. Estiró los dedos de su mano izquierda y dio un corte limpio en la materia de ambos brazos del monstruo. Al momento éste lanzó un agudo gemido y se retorció soltando su agarre por la doble amputación.
Migue cayó en cuclillas. La garra intrusa había desaparecido. El sello lo había agotado, pero no demoró en descolgarse el saquito y mostrárselo al engendro.
La entidad se encrespó más, soltó un agudo chillido en señal de temor y retrocedió un poco.
— ¡No es posible! ¿Cómo le has arrebatado el Nganga a mi señor? No eres un santero, ni brujo
del palo del monte ni… ¿quién eres?
— Dímelo tú, muerto sirviente de Palero.
Migue continuó:
— A muchas personas les gusta hacerse mutuamente la vida un yogurt. Por acciones o pensamientos. Un lamentable círculo vicioso de la humanidad. Digamos que soy uno de los pocos que se encargan de que los vivos no jodan a los que están en el más allá y viceversa. Y sí, tampoco soy un santo ni hago trabajo voluntario; cobro y si es en CUC, mejor. Ustedes tuvieron la desgracia de encontrarse en mi plan de trabajo. Además eres estúpido, al instante de verme debiste darte cuenta de que ahora soy tu nuevo chulo.
— ¿Y ahora qué harás con nosotros?
— Bueno, hay dos opciones. Me entregas tu encargo con buena voluntad… o cojo tu Nganga, desarmo la esencia que te ata a este mundo por piezas y la riego por todo el hospital. Y ya sabes quiénes se encargarán de volverlas a buscar.
El espectro hizo que los rostros se deformaran en una mueca de disgusto e ironía antes de asentir.
— Aceptaremos una, la opción intermedia —espetó abriéndose el torso con los dedos de sus manos y pies dejando escapar entre gases de ectoplasma un haz de luz dorada.
“La había cagado y en grande”. Ese fue el único pensamiento que la adolorida cabeza de Adrián podía armar. Notó que yacía acostado en una camilla. Lo habían encontrado. Suerte irónica, que se encontrara en un hospital. El frío metálico alrededor de su muñeca derecha también le informó. “¡Seguro que también encontraron mi navaja! ¡Qué clase de comemierda soy!” —ese fue su segundo pensamiento.
Solo uno más y tendría suficiente para su salida del país. Había sido descuidado, muy estúpido. ¿Cómo se le pudo ocurrir aquello? Siendo uno de los más jóvenes, sin importar su raza, en aprender las reglas del Palo Congo y recibir la aprobación de los espíritus elementales Mpungu, los vagabundos Nfuri y los ancestros Bakalu. Pero estos mismos también le pronosticaron un oscuro augurio en su tierra, dos años después de su iniciación. Evitarlo dependía a quién le entregaba su fe. Una opción era al lento y sacrificado camino del iluminado Nzambi. Pero por otra parte, los acólitos del tentador sendero del despiadado Lungombe eran conocidos por su temible poder. No demoró en escoger bando ni tampoco en descubrir (sin pensarlo mucho) la necesidad de abandonar el país para evitar tal destino. Puso manos a la obra, fortaleciendo su arte y empleándolo sin escrúpulos para lograr su objetivo.
Más tarde comprobó que entre los trabajos de adivinación y evocación de maldiciones, el conjuro del Cambio de Vida era el más cotizado. Los niños eran más complicados, pero por la pureza de sus almas eran mucho más poderosos y valiosos.
Fue al cementerio y recogió los espíritus vagabundos necesarios para crear su Nganga. Pero se le fue la mano, lo hizo tan poderoso que controlarlo lo dejaba completamente agotado. Después, solo tenía que coordinar bien el momento cuando se debilitaba la salud de su víctima mediante una maldición que lanzaba y enviaba a su sirviente a completar la transacción.
Esta vez fue muy confiado. ¿Quién había sido el hijo de puta que lo había asaltado?
De repente, un profundo y violento malestar taladró la mente de Adrián. Una enorme fuerza que trataba de ahogarlo y aplastarlo. Desesperado, dejó caer la cabeza a un lado y abrió sus ojos con esfuerzo. Los destellos casi lo cegaron al principio y su estómago se retorció y vomitó. Poco a poco, su vista se fue acostumbrando a la luz y una confusa silueta se formó ante él. El ardor dorado que desprendía dificultaba su identificación. Al instante, una mezcla de ira y miedo retorció sus entrañas; reconoció a su velador. Lo que sostenía en sus brazos no era una linterna encendida sino la esencia espiritual de su presa arrebatada.
Pero lo aterrador era la causa de dicha visión. No usaba los brebajes de la Doble Vista por lo mucho que aturdía. Su cabeza necesitaba estar clara para lanzar el hechizo. A menos que…
Migue no movió los labios. Con la mano libre sacó del bolsillo el frasco vacío y lo acercó al rostro de Adrián para que lo oliera. Después guardó el recipiente, le sonrió mostrando los dientes y con el dedo índice señaló hacia arriba al techo de placa.
Los Abikus estaban tensos por la excitación. Nunca antes habían tenido tan de cerca la deliciosa y descarnada esencia de un infante que no estuviera moribundo. Pero la protegía el hombre cruel de la campanilla. Con ella se desataba el despiadado y torturante dolor. El hambre seguía quemando por dentro, siempre estaba ahí y la necesidad puede cambiarle el gusto a cualquiera. No lo pensaron mucho, tampoco emitieron el más mínimo sonido, ni siquiera cuando se descolgaron del techo.
Al momento Migue se alejó, no sin antes contemplar cómo el pánico deformaba el rostro de Adrián. Apretó el paso e intentó tapar los oídos de Clarita ante el súbito estallido de gritos. Por suerte, en su estado, la niña se mantenía inconsciente, pero debían apurarse si querían recuperar el vínculo carnal.
Gracias a los símbolos de San Izrail, con mis antebrazos pude sostener el alma de la pequeña. Corrí como un arrebatado porque el lazo con su cuerpo físico se debilitaba cada vez más. Sonó el celular. Lo ignoré. Seguro que se trataba de Yamila, inoportuna como siempre chequeando la situación. Después de recorrer el laberinto de escaleras y pasillos logré dar con su cama. En ese momento la niña se despertó y casi se me escapa de las manos por el ataque de pánico que le dio. La abracé con fuerza, recibí su llanto, la arrullé, le acaricié la cabeza y susurré en sus oídos para tranquilizarla.
— Déjame acostarte para que te duermas antes de que tu mamá se despierte.
— ¿Y el monstruo?
—Ya me deshice de él. Nunca más te hará daño.
— Eres bueno. ¿Eres un ángel de la guarda?
—Sí, por eso no quiero que tu mamá me descubra contigo. Perdería todos mis poderes mágicos. Vamos a acostarte. Sé una niña buena. Cuando te despiertes ya no estarás enferma —le insistí.
Ella accedió y por fin logré colocar con delicadeza su alma en la misma posición que yacía su cuerpo. La unión fue perfecta, sin complicaciones. Se quedó dormida al instante, ojalá que soñando con cosas mejores.
Seguro que se preguntan ustedes cómo logré calmarla. Pues haciendo lo que todo adulto sabe hacer mejor. Mentir, para endulzarle la pesadilla. Le había quitado un tiburón de encima pero todavía nos encontrábamos en la jungla del océano. Y yo no era un ángel y mucho menos bueno.
Cuando salí al exterior me sentía completamente agotado. El húmedo frescor de la madrugada aligeraba mi cuerpo. También había abandonado la pesada bata en uno de los asientos de la sala de espera. Las náuseas se volvieron a apoderar de mí y si no me hubiera sentado en la acera, mi cabeza hubiera dado contra el contén.
Intenté llenar mis pulmones de aire húmedo para tratar de aliviarme. El brebaje acababa de perder sus efectos. La doble vista duraba como mínimo 45 minutos antes de que desapareciera, de manera brusca, la visión del mundo invisible, y el estómago necesitaba un lavado obligatorio.
El súbito tono del celular volvió a azotar mis nervios. Era Yamila, obvio. Mi jefa Psíquica. La que se cree mi mujer o mi madre o ambas. No la ignoré esta vez.
—Si no es porque estás pagando no te cogería la llamada en toda la noche— le dije agregándole a la expresión uno de mis bostezos.
— ¡Serás maricón, Miguel Tamayo Petit! No, por desgracia no lo eres. Te he estado llamando toda la noche. ¿Dónde coño has estado?
— Se ve que te preocupas mucho por mí, amor. Tenías razón. He matado el trabajo.
— Déjate de confianza. ¿Y la presa?
— Sana y salva, con su madre. Aunque no lo creas, estás hablando con un profesional. —El momentáneo silencio interrumpido por un suspiro me advirtió que se había reservado su opinión.
— ¿Y el brujero y su cliente?
— En terapia intensiva. Un Palero, joven y poderoso el muy cabrón. Lo dejé con los internos atendiéndolo por una supuesta trombosis, mientras los Abikus se daban un festín con él. Parece que su cliente se trataba de un viejo “Cuadro Importante” que ahora depende de la eficiencia de nuestro sistema de salud. Si eso no le es suficiente… ¡qué pena por él!
— Y me imagino que no pudiste hacer nada para evitar esa situación. –Percibí un poco de reproche en aquella frase.
— No, el muchacho no puso de su parte. Un psicópata caído de la mata. Recuerda que soy un profesional. No dejo cabos sueltos.
— Sí, no lo dudo. Bueno, pasa cuando puedas por casa a recoger lo tuyo. Son 60.
— Pero si la recompensa por este desgraciado eran 80 CUC.
— Lo siento, Miguelito. Eso fue lo que soltó el Consejo Yoruba de Centro Habana que nos contrató. Se disculpan contigo. La cosa está mala.
— Yami, no me jodas ahora con eso.
— ¿Y su muerto? – cambió el tema, dejando por concluida la discusión anterior.
— Los tengo conmigo.
— Eso es bueno. Tráemelos y te pagarán bien por ellos.
— Lo siento. Este Nganga es muy poderoso e inestable, difícil de controlar. El muchacho casi llevaba un cementerio entero en ese amuleto. Peor que tener plutonio en el bolsillo. Tengo que liberar los espíritus que contiene. Lo enterraré en un bibijagüero, sacrificaré un gallo, los regaré con aguardiente y les ofreceré sahumerio de tabaco. Tengo que cumplir con ellos. Les prometí el descanso.
—¡Estás comiendo mierda! ¡No seas bobo! ¿De dónde vas a sacar esas cosas a esta hora de la madrugada?
—Sabes que yo siempre me las arreglo. Además, me estás jodiendo demasiado. Si no cuando vaya a verte te cobraré el resto de mi paga en especie.
— ¡¿Quién c..?— en ese momento le colgué y apagué el celular. Con aquellas palabras el disgusto le calentará tanto la sangre de la cabeza que la mantendrá despierta hasta el amanecer.
Cogí otra bocanada de aire antes de obligarme a ponerme de pie. Al hacerlo, sentí el oscuro planeta girar bajo mis pies. El frío entumeció mis músculos. Verdad que soy un imbécil. Debí haberme quedado con aquella bata.
Excelente relato, muchas gracias Salvador.
Salvador NO está participando con este relato en el Desafío del Nexus, pero estoy seguro que igual apreciaría los “Me Gusta” o cualquier comentario que le quieran dejar.
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