Nuestro amigo el escritor venezolano Joseín Moros, también aceptó el Desafío del Nexus y nos complace con otra de sus historias y también como es costumbre su propia ilustración:

El puente de Varolio

El Puente de Varolio

Autor: Joseín Moros

¿Puede un niño poseer la semilla para crear viajeros en el tiempo?

¿Bajo un puente, que casi nadie ha visto, puede existir la solución a un gran enigma?

La respuesta, a estas preguntas, está prisionera en las circunvoluciones de un laberinto pasado-presente-futuro, cuyo centro es un extraño puente. Sólo un niño podría recorrerlo, y retornar, con gran peligro para su vida.

Sus pequeñas piernas comenzaban a doblarse por el cansancio y en ningún momento había gritado. Era un niño de unos seis años y arrastraba un recipiente metálico, el kerosén lo había perdido por el camino de tierra entre las casuchas. Fue una suerte que se agotara el líquido, las salpicaduras estaban sirviendo para que sus perseguidores lo pudieran alcanzar.

Ocurría todo muy temprano en la mañana, cuando regresaba del abasto y a casi un kilómetro de su hogar. El pequeño intentaba no hacer ruido, al igual que los habitantes en el interior de las modestas construcciones de Aguaclara. El sonido de balazos se había encargado de paralizar toda afluencia de caminantes en los callejones; puertas y ventanas quedaron selladas. Era poco probable que alguien tuviera la audacia de asomarse por alguna rendija, una bala perdida podía ser el premio a la curiosidad.

Sin mirar atrás se metió por un callejón aún más estrecho, a mitad de camino se enterró entre enormes restos de basura, plumas de gallina, huesos de cerdo, cáscaras de plátano, desechos humanos y animales, amontonados contra una pared construida con adobe tal vez un siglo atrás. Un gato negro lo observó con interés y el animal dio un salto para alejarse. Mar —así llamaban al niño por su nombre Martín—, abrazó el recipiente metálico, sus alpargatas negras, empapadas con el combustible, se habían impregnado de tierra y el pantalón corto se manchó con la suciedad. Apenas salió el sol, de aquel día de 1944, su madre lo había enviado a comprar tres litros de kerosén y un par de algodonosas mechas, para la cocina de una hornilla, un lujo que la mujer se permitió al recibir el pago de una transcripción de documentos en su vieja máquina de escribir. En ese instante el niño oyó voces de hombre y se enterró aún más en la basura, con los ojos abiertos a la oscuridad.

— ¡Policía secreta, nadie salga!— gritaban a lo lejos.

Entonces vio de nuevo la terrible escena. “Por la carretera de tierra llegó un enorme vehículo negro, la puerta trasera se abrió y empujaron un hombre con el torso desnudo y manchado de sangre. Cayó cerca del pequeño Martín, quien se encontraba orinando detrás de un árbol, con el recipiente de kerosén a un lado. Otro hombre salió, vestido con un traje oscuro a rayas, corbata y sombrero negros, apuntó con un formidable revólver al caído y disparó seis veces. Regresó al vehículo y partieron. El pequeño Mar levantó el kerosén y corrió hasta el cadáver, en ese momento, tal vez por el espejo retrovisor, los ocupantes del automóvil lo descubrieron. El frenazo rugió sobre la carretera de tierra, mucho polvo y piedras se levantaron. Martín, como un conejo asustado, regresó tras del árbol y se internó en la espesura, buscando recortar camino hacia su casa. Cuando surgió al otro lado del matorral, oyó ruido del motor y otro frenazo; a su derecha y desde la ventanilla, el chofer le disparó cuatro veces y la tierra salpicó el cuerpo del niño. Los golpes, como martillazos en el suelo pedregoso y en el envase metálico aferrado con una mano, lo paralizaron un instante. De inmediato continuó corriendo” Los individuos debieron bajarse del vehículo cuando vieron que no cabría por los callejones. Mar no lo sabía, pero el reguero de kerosén les sirvió para saber por dónde había huido el testigo de su crimen.

El niño sintió pasos apresurados, a pocos metros del muro los hombres hablaron en susurros.

—Las manchas terminaron en la esquina.

—No sabemos si entró en este callejón o siguió corriendo.

—Pudo haberse metido en alguna casa.

— ¿Lo viste bien?

—Es fácil de recordar, tiene una cicatriz en la ceja izquierda.

—Yo también lo vi bien.

—Vamos a recorrer las casas de Aguaclara y que nos muestren todos los muchachos.

—No seas estúpido, entonces mucha gente podrá reconocernos.

Sonaron seis balazos más y Martín dejó de respirar.

— ¿Porqué disparas al aire?

—Para que nadie se asome. Vamos al carro, volveremos otro día, miraremos en la escuela, en la iglesia, donde sea.

El niño no pudo salir de la basura, tenía el cuerpo paralizado por el terror. A medida que transcurrió la mañana, el ruido de la gente se incrementó; hablaban en cuchicheos, abrían puertas y ventanas con sigilo y las volvían a cerrar. Mar oyó un grito a lo lejos, reconoció la voz de su madre. Eso le dio fuerza y pudo levantarse, caminando muy despacio salió del callejón. Desde lejos la mujer lo reconoció, pensó en gritar pero la actitud del niño la detuvo, adivinó que no debían llamar la atención y se quedó allí, esperando.

Transcurrieron varios días y Carmen, la madre del pequeño Mar, le permitió ir a la escuela. Nadie, en Aguaclara, supo de la presencia del niño en la escena del crimen. El cadáver estuvo en la carretera durante días, la gente fingió no verlo, a pesar de la pestilencia y los zamuros. El cura de la pequeña iglesia habló con la policía, aduciendo que el mal olor había llegado hasta la capilla a casi dos kilómetros de allí. Y no se habló más del asunto.

***

La escuela era apenas una vieja construcción, con paredes de barro y techo de bahareque, en su interior la maestra impartía clase a una cincuentena de niños, desde cuatro hasta doce años de edad. La mujer se ingeniaba para enseñar al mismo tiempo los diferentes niveles de aprendizaje.

Al finalizar, en horas de la tarde, los niños escucharon la campanilla de un vendedor de helados. Un hombre flaco llevaba una caja de madera sostenida con dos correas a su espalda, en el interior el hielo seco protegía la mercancía. Martín no se acercó a comprar, en su bolsillo no había dinero, sin embargo, desde lejos, miró algunos niños en torno al comerciante. Le llamó la atención la palidez de sus tobillos, las alpargatas raídas contrastaban con aquella decoloración, como si nunca hubiera calzado un par de ellas. Entonces miró la cara del individuo y lo reconoció, era quien le había disparado desde el vehículo negro. El sujeto también lo identificó y con rapidez sacó un pito de amolador de tijeras, el sonido de las pequeñas flautas fue contestado desde lejos por otro similar, y Mar salió corriendo.

Como un gato aterrorizado, Martín saltó una pequeña cerca de piedra y se perdió entre las casuchas, para después atravesar amplios terrenos cultivados. Minutos después entró a su casa, jadeante y sudoroso. Carmen paró de teclear en la máquina, vio la cara de terror de su hijo y adivinó qué estaba pasando.

— ¿Te vieron los hombres?

—Sí, mamá —contestó, casi llorando, mientras cerraba la endeble puerta.

El sacudón hizo estremecer la vivienda. La madera golpeó al niño y a la mujer, ambos rodaron por el suelo; igual a un resorte ella saltó a la cocina en la misma habitación. Desde el suelo Martín vio entrar a los dos individuos, el heladero sin la caja y el otro, disfrazado de amolador de tijeras; esgrimían revólveres negros y enormes. Mientras tanto Carmen ya tenía un cuchillo en la mano.

Los hombres se miraron, el amolador retrocedió hasta la puerta, miró hacia afuera, regresó a su posición y apuntó a la mujer, el heladero dirigió el cañón del arma hacia el niño. Casi al mismo tiempo cada martillo retrocedió para abalanzarse contra el fulminante, una decima de segundo antes que el primero de los percutores aplastara el casquillo, la casa se estremeció. Con un rugido, una corriente brusca de aire ocupó el lugar donde habían estado los intrusos. En el suelo quedó Martín, con las palmas de sus pequeñas manos apuntadas hacia la puerta.

La mujer soltó el cuchillo, levantó al niño y examinó su cabeza, la puerta lo había golpeado pero la herida resultó pequeña. Con rapidez le aplicó un paño limpio y ninguno de los dos habló durante un par de segundos. Carmen rememoró dos episodios parecidos: el primero ocurrió con un enorme perro, cuando el niño tenía dos años, nunca más volvieron a ver el animal; el segundo, a los tres años de edad, fue con una serpiente, con un chasquido en el aire el reptil reapareció medio minuto después, a casi diez metros de distancia. La mujer jamás logró una explicación comprensible por parte de su hijo, entonces le prohibió hablar del asunto con otras personas y nunca intentar desaparecer seres humanos.

— ¿Hay más hombres, Mar? —dijo por fin la madre.

—No sé, mami. Nada más vi dos —contestó Martin, con voz llorosa.

—Deben haber venido en carro. Debemos ir a la entrada de Aguaclara.

—Tengo miedo, mami. Nos pueden ver.

—Está oscureciendo, Mar— insistió Carmen. —Abriguémonos bien y vamos por los callejones pequeños.

Largo rato después madre e hijo estaban ocultos detrás de una pequeña pared de roca, ambos muy sudorosos a pesar del frío nocturno. Las ruanas oscuras los hacían casi invisibles en la noche nublada. La cerca de piedra los protegía de ser vistos por el hombre, quien fumaba cigarro tras cigarro, mientras caminaba alrededor de un vehículo negro con el motor encendido y luces apagadas. En ningún momento había soltado un revólver plateado.

— ¿Ese también estaba la otra vez? —susurró Carmen, mientras bajaba el niño al suelo recién arado.

—No sé mami, yo creía que nada más fueron dos —contestó Mar, apenas de manera audible.

La mujer respiraba con agitación, tenía los labios resecos y con nerviosismo se rascó la mejilla derecha. Estaba tomando una decisión, adivinó el pequeño Mar, quien conocía a la perfección su lenguaje corporal.

—Martín— le murmuró ella al oído.

El niño no se movió, estaba acurrucado tras las piedras y el calor de la caminata desaparecía, para ser sustituido por un frío que amenazaba hacerlo temblar.

—Hace tiempo te prohibí hacer lo que te voy a pedir —continuó murmurando, mientras el sudor le corría por la espalda—; ese hombre traerá otros para matarnos.

El niño asintió con suavidad, tenía miedo de hacer algún ruido involuntario.

—Te levantaré por encima de la cerca. Mándalo muy lejos, donde no pueda volver.

— ¿El carro también? ¿Y con los otros dos?

—Sí, todos juntos y su carro.

Martín apoyó los codos en la piedra, mientras su madre lo sostuvo. Sus pequeñas manos temblaron, apretó los dientes y nada ocurrió. Carmen lo depositó con suavidad en la tierra.

—Lo hiciste hace un momento, Mar. Puedes repetirlo —susurró aterrada.

—No sé cómo lo hice, mami.

—Martín, si ese hombre nos ve comenzará disparar, si escapamos vendrá con otros y nos encontrarán.

Con mucha rapidez, como si estuviera rechazando el ataque de un animal, el niño levantó sus brazos y apuntó contra la pared de piedra. Un rugido, como el de un perro enorme, sonó al otro lado. Carmen se enderezó con precaución, estuvo observando un momento y se agachó, para abrazar al pequeño Mar.

— ¡Lo hiciste a través de la pared! —casi gritó.

—Está con los otros y el carro, muy lejos, mami —dijo el pequeño Mar, temblando de miedo y frío.

—Debemos irnos de Aguaclara —murmuró Carmen.

Horas después, apenas amaneciendo, Carmen y su hijo viajaban en la parte trasera de un camión de verduras. Aquello no era extraño, sus vecinos sabían que ella estudió en la ciudad y trabajaba transcribiendo cartas y documentos para gente de Cerroalto, el pueblo más cercano. Este día llevaba su máquina a reparar y además pensaba visitar nuevos clientes —dijo ella—, mientras esperaba manuscritos y la reparación de su pesada herramienta de trabajo. “Cuídenme la cocina de kerosén y los libros de la biblioteca”, había pedido a una de sus amigas en Aguaclara. Sabía que sus modestas pertenencias no serían tocadas por nadie, en la cordillera todavía la propiedad privada era un bien sagrado.

Horas después, al llegar a Cerroalto, Carmen y Martín caminaron hasta el terminal de pasajeros. Tomaron un autobús, la mujer llevaba sobre sus rodillas la caja con la pesada máquina de escribir y el niño una bolsa de tela con algunas pertenencias. Martín quedó asombrado al oír cual era el destino de aquel transporte: Maracas, la gran ciudad, a mucho más de mil kilómetros de distancia.

— ¿Cuánto tarda el viaje, mami? —preguntó en el oído de su madre, sentados en el interior del vehículo lleno de pasajeros, muchos llevando gallinas, cabras y cerdos pequeños.

—Tres o cuatro días, sí la lluvia no tumba algún puente y tengamos que desviarnos —contestó ella, de similar forma cautelosa; entonces abrió su juego de mapas, los cuales muy bien conocía el niño desde que aprendió a comprender material escrito.

El pequeño Mar sabía que su madre había nacido en Maracas y su padre en la cordillera, de la cual ahora estaban huyendo. Cuatro años atrás, cuando Martín tenía dos de edad, el padre había muerto en un alzamiento contra la dictadura gubernamental. Carmen huyó a la montaña y protegida por amigos logró establecerse en Aguaclara. La policía secreta perdió su rastro; “sólo es una mujer y un niño, se los tragó la cordillera, ya debe tener otro hombre y cada año una barriga”, había dicho el investigador a cargo, cuando no pudo encontrarlos.

El viaje fue duro, aunque en verdad transcurrió sin contratiempos extraordinarios. Carmen y Martín tuvieron que dormir en el autobús, la reducida cantidad de dinero que llevaban no alcanzaba para alquilar un puesto en las chozas dormitorio, compartiendo catres con pasajeros y animales de granja. Comieron los alimentos más baratos: sopa de cerdo muy caliente y pan de maíz, en ningún momento contaron con una ducha y fue imposible bañarse en alguno de los innumerables arroyos cristalinos.

Cuando llegaron a la gran metrópoli, en un atardecer triste y lluvioso, el terminal de pasajeros —un enorme terreno lleno de autobuses—, estaba casi desierto, y las calles para llegar allí se veían desoladas. Carmen pudo captar algunas conversaciones y se enteró que había toque de queda, los militares patrullaban y nadie encontró transporte para su destino final dentro de la ciudad. La noche se tornó lluviosa y la gente que había llegado al final de la tarde, en unos cuatro autobuses, durmieron en los vehículos y en los bancos bajo techo de cobertizos sin pared. Carmen y el pequeño Mar se apretujaron en un rincón, cerca de los kioscos de alimentos, algunos de los cuales todavía funcionaban debido a que sus empleados tampoco pudieron regresar a casa. Por primera vez madre e hijo pudieron hablar, sin tener oídos ajenos en la proximidad.

—Tengo mucha hambre, mami —murmuró el niño.

—Compraremos algo en la mañana, tenemos que guardar dinero para el pasaje. Todavía estamos lejos de la tía Rebeca.

Martín se encogió y con cuidado cubrió su cabeza con la ruana. Carmen sintió un sacudón en el bulto oscuro que formaba el niño y colocó una mano sobre él. Entonces el pequeño Mar emergió, como una pequeña tortuga sacando la cabeza en la oscuridad.

—Ya regresé, mami —dijo muy bajo, mirando a los lados con precaución.

— ¿Regresaste? ¿Es un juego nuevo, Martín? —la mujer utilizó el nombre completo del niño, lo hacía cuando le estaba exigiendo buen comportamiento.

—No, mami. Fui a buscar dinero, toma —y le entregó dos gruesos puñados de billetes, arrugados y en desorden.

— ¿De quién es este dinero, Martín? —preguntó, muy sorprendida.

—Di un salto pequeñito y salí a caminar. Cerca hay soldados y hombres con sombrero negro, como los que mataron al señor en la carretera.

—Explícame con cuidado, quiero entender bien, Martín —murmuró Carmen, en el oído del niño.

La mujer logró entresacar, de las palabras de su hijo, que el niño había “saltado hacia atrás un poquito”; salió del terminal de pasajeros y se aproximó hasta el grupo de militares en la avenida, con ellos estaban muchos agentes de la policía secreta —pudo ella deducir—. El niño metió sus manos en los bolsillos de los agentes y extrajo el montón de dinero que ahora le había entregado, luego “saltó adelante para regresar” —como él decía—, y casi en el mismo instante reapareció bajo la ruana al lado de su madre.

—Pudieron matarte, Martin —murmuro ella, muy asustada y en tono agresivo.

—No me ven, mami. Sí quiero nadie se mueve, la gente parece muñecos. Cuando estoy aburrido en la escuela “salto así” y voy a caminar por la montaña. El agua del río no se mueve, ni los peces, ni los pájaros en el aire. Después “salto adelante” y regreso antes de contar de cero a uno.

—Nunca me lo contaste, Mar —ella más o menos comprendió la explicación. Su hijo podía pasar horas en su “paseo”, y regresaba casi al mismo instante de haber partido.

—Yo creía que tú también lo hacías, cuando te quedabas pensando en la ventana —agregó el niño, un poco decepcionado.

Carmen adivinó su punto de vista, en realidad también ella viajaba, algunas veces en el pasado y otras en muchos futuros, pero sólo con el pensamiento, no como su hijo. Entonces recordó el dinero.

—Esto es robar, Martin. No podemos usarlo.

—Sí, mami. No es de ellos. Los policías quitan todo a la gente que matan.

Carmen no tuvo respuesta, recordó a su difunto esposo.

—Avísame cuando vayas a “saltar así”, Mar —dijo con la voz quebrada.

Y se levantó para comprar comida, sin perder de vista a su hijo.

Las horas transcurrieron, madre e hijo durmieron con sueño liviano. En la distancia podían oír tiros de fusil. A mitad de la madrugada, y de repente, una batalla se inició muy cerca, las balas perdidas tumbaron hojas de los árboles alrededor del terminal de pasajeros. Toda la gente se tumbó al suelo. En el siguiente instante se oyeron martillazos de proyectiles contra los autobuses, innumerables gritos de la pequeña multitud se incrementaron. Carmen cubrió con el cuerpo a su pequeño hijo. Martín gritó en su mejilla, para hacerse oír.

— ¡Vámonos a casa de tía Rebeca, mami! ¡Yo vi en el mapa dónde es!

— ¡Cuando termine la pelea nos vamos, hijo! —gritó, para calmarlo.

— ¡No, saltemos ya!

Carmen comprendió.

—Mar, me da miedo.

— ¡Ya lo hice con una rana, mami, y le gustó!

Carmen apretó a su hijo cuando las balas golpearon el autobús más cercano y se incendió; tuvo la certeza que los siguientes impactos serían sobre ellos, si antes no estallaba el vehículo.

— ¡Vámonos! —gritó la mujer.

Ella dejó de oír balazos y llantos. El silencio le pareció sobrenatural, en un instante pensó que había muerto.

—Llegamos, mami.

La mujer abrió los ojos y levantó la cabeza.

— ¿Dónde estamos? —preguntó.

—En la calle que dice el mapa. Seguro, mami.

Carmen se levantó, con asombro observó una calle solitaria con apenas un poste a unos cincuenta metros, un pálido bombillo se hacía notar entre la neblina del amanecer; reconoció las viejas casonas, casi invisibles en la penumbra, separadas unas de otras por jardines con arboles muy altos. Hacía frío, pero no tanto como en la cordillera de dónde venía. Miró los alrededores, la calle empedrada era una pendiente y ellos estaban sobre la acera húmeda de rocío; vio la caja con la máquina de escribir, la bolsa de tela con sus pertenencias y por último a su hijo Martín. El niño la miraba con expectativa, esperando su aprobación. La pequeña y redonda cara, con la gruesa cicatriz en la ceja y de mejillas enrojecidas por el frío de los páramos, tenía los ojos muy abiertos, reflejando el lejano foco luminoso.

—Gracias, Mar. Fue un viaje maravilloso —y lo besó con ternura.

Una idea llegó a su mente, ahora libre de terror.

— ¿Mar, pudimos venir así desde Aguaclara?

El niño meditó un instante y contestó con seguridad.

—Sí, pero no lo pensé.

—Tenemos que hablar mucho sobre tus “saltos”, Mar. Me gustará oír todo lo que puedes hacer.

Martín rió con fuerza. Carmen lo levantó, para besarlo muchas veces.

***

Mientras caminaban hacia la casa de la tía Rebeca, la mujer y el niño, cubiertos con ruanas, miraron hacia atrás. A sus pies estaba la ciudad, como estrellas en un cuenco oscuro formado por el valle. El resplandor de incendios lejanos podía distinguirse, entre edificios modernos y casas de techo rojo. El esporádico estampido de las armas apenas era perceptible y el ruido de algún avión se sumó al canto de los pájaros. En la esquina, donde terminaba la calle, apareció un hombre dirigiendo un carromato arrastrado por dos burros; lo reconocieron como el vendedor de leche, por la gran cantidad de blancas botellas en la carga.

Carmen identificó la casona donde pasó momentos de su infancia. Sus padres la dejaban con la tía Rebeca, como premio a su buen comportamiento durante el año escolar. Desde que tenía unos doce años nunca más volvió por allí, porque la tía estaba en algún lugar que ella nunca supo, sólo le dijeron que viajó a otro país. Carmen no le había dicho a su hijo Martín que tenía muchos años sin saber de la tía y que estaban allí porque una carta, sin estampillas, apareció en su casa de Aguaclara unas semanas atrás, como si hubiera surgido del enorme estuche de la máquina de escribir, atrapada entre los pliegues internos para guardar papel. Fue algo providencial, aquello le inspiró una salida. La nota no tenía dirección de remitente ni fecha, sólo un corto texto escrito a mano, sobre una hoja de papel muy viejo y en un sobre tan antiguo que parecía a punto de romperse: “Sobrina, cuando necesites ven a mi casa. Eres bienvenida” Carmen deseaba que la tía estuviera allí, aunque sería una anciana que tal vez no la recordaría.

La tranquera de la cerca de ladrillos estaba abierta y a unos treinta metros, donde terminaba el sendero, un bombillo iluminaba la antigua puerta de madera. La vieja casa colonial estaba arropada por árboles de mango y una tenue luz se filtraba por las cortinas de la sala. Carmen recordó la geografía de aquel hogar donde pasó momentos felices.

Cuando fue a sacudir la gruesa aldaba de bronce, configurada por un pie con alas en los tobillos, la puerta se abrió.

—Pasen. Están es su casa, los estaba esperando —dijo una mujer, parada frente a ellos.

Carmen, al verla, se quedó inmóvil. La dueña de la casa, de unos setenta años, pelo gris bien anudado con moño, peineta de carey, vestido de mangas largas, con diseño de pequeñas flores blancas y negras, tenía la misma estatura de Carmen. Cuando la abrazó, ella percibió el olor del jabón, todavía guardado en su memoria desde los doce años.

—Preséntame a tu hijo —murmuró, cerca de su mejilla.

Carmen apenas pudo hablar, la voz de la tía sonó lejana en su memoria.

—Martín, ella es la tía Rebeca —murmuró titubeante.

—Hola Martín, imagino que te dicen Mar. Soy la tía Rebeca. Tengo preparada su habitación. Vamos para que se bañen, cambien de ropa, coman y duerman unas horas. Después hablaremos.

El pequeño Martín se mostró tímido, la tía Rebeca al parecer lo había impresionado. La mujer les dio instrucciones para usar la renovada sala de baño, ahora con agua caliente, ubicada en el interior de la habitación, antiguo dormitorio de Carmen. Martín sonrió un poco al ver su ropa nueva: zapatos, medias, pantalón negro y sobre la camisa de manga larga una chaqueta azul de algodón. También había un juego para Carmen, con la talla exacta de vestido, ropa interior y zapatos. Carmen observó su recordado aposento, ahora había dos camas. Por primera vez, en su corta vida, el pequeño Martín estaba frente a tantas comodidades

La mujer los dejó solos, con una bandeja llena de galletas caseras, duraznos, queso, y un termo de vidrio con leche caliente. Desde fuera de la habitación les transmitió más instrucciones.

—Dejen la ropa sucia en el suelo del pasillo. Tengo que mostrarles mi última compra: una lavadora. Les gustará verla en funcionamiento. Despierten cuando quieran.

Al atardecer Carmen abrió sus ojos, por primera vez fue consciente de los dolores musculares y aporreos del viaje. Movió una cortina y se dio cuenta que el sol se estaba ocultando.

—<<Dormimos todo el día>> —pensó.

A la luz de una lámpara, se vistió. El niño parecía dormir con una sonrisa de satisfacción y decidió dejarlo descansar. En la penumbra observó que se había vestido con la ropa nueva, incluyendo zapatos; por la forma en que la había arrugado ahora podía pasar como bastante usada.

—<> —pensó con ternura. Durante el largo viaje Martín había dormido menos que ella, observando el panorama, comparando mapas con el paisaje y atento a las conversaciones de toda la gente. Carmen recordó algo importante: varias veces el niño se había cubierto con la ruana y ahora sospechó que Mar estuvo dando “saltos pequeñitos”.

Llegó al patio central de la casona y advirtió más árboles que antes, comparando con su última estadía. Vio a la tía Rebeca, sentada en una mecedora y cubierta con una manta de colores desvaídos, tejiendo de manera maquinal con la mirada perdida en la oscuridad del jardín interior. A un lado había otra silla similar, una pequeña mesa con dos cilindros plateados llenos de café y leche, tres tazas de barro, una bandeja de madera con queso, galletas y dulces caseros.

—Te asusté, Carmen —dijo la mujer, sin voltear a mirarla—. No pude advertirte sobre mi aspecto. Seguro adivinaste porqué luzco igual a la última vez cuando nos vimos, sin haber envejecido un día más. Puedes sentarte y tomar lo que quieras.

La tía Rebeca tenía el mismo aspecto de casi dos décadas atrás, incluso le parecía que el vestido era el mismo y la peineta sobre el cabello. Entonces caminó hasta situarse frente a la mujer sentada y la miró con atención.

—Quiero darte un abrazo, tía —dijo Carmen.

La tía Rebeca se levantó y las dos mujeres se abrazaron, de nuevo aspiró el olor del jabón.

—Siéntate niña, toma café caliente y cúbrete con esa cobija.

Carmen estaba acostumbrada a mayor cantidad de frío, pero levantó la manta del espaldar de la mecedora y tomó asiento. La tía sirvió dos tazas de café con leche.

—Dejé la carta en tu casa, la tenía guardada desde el día que te vi por última vez, cuando todavía eras una niña de doce años. Hace unas semanas calculé que estaba por ocurrir algo muy desagradable en tu vida, en vista de los acontecimientos con los policías donde el pequeño Mar fue testigo.

— ¿Usted estaba por allí? —preguntó, llena de asombro.

—Con cierta periodicidad estuve paseando por Aguaclara. Desde el fallecimiento de tus padres te vigilé desde lejos; en vista de tu condición de perseguida política no me arriesgué a llamar la atención sobre ti. Como ahora con toda probabilidad debes haber terminado de concluir, los “dotados” —así nos llamará la gente dentro de varios milenios—, podemos movernos en el tiempo. Pero tenemos muy fuertes limitaciones: no debemos interferir con los acontecimientos cruciales, ni introducirnos en lugares cercanos a nuestra propia presencia, la consecuencia casi siempre es la muerte.

Carmen volteó la cabeza en dirección a la habitación donde el pequeño Martín dormía. Desistió de hablar, intuyó que debía dejar explayarse a la mujer.

—No te preocupes, Carmen; así como reconocemos malos olores, también sabores amargo y ácido, para advertirnos respecto a comida en mal estado, hay una fuerte sensación de aturdimiento, náuseas y caída, en el momento que intentamos infringir las leyes del tiempo, incluso rebotamos a nuestra última época, lo cual se puede convertir en un evento salvador si no insistimos con demasiada fuerza. Por esa razón te dejé una carta muy poco explicativa, tenías que ser tú quien tomara la decisión de partir, antes que otros policías indagaran por sus compañeros perdidos.

Carmen pensaba en varias cosas al mismo tiempo.

— ¿Eres del futuro, tía Rebeca?

—No, niña —contestó la tía, bajando la mirada, como intentando eludir pensamientos inoportunos que le costaba recordar—. Vengo de un pasado triste y remoto. Nací en 1261 en una provincia de Europa central. Mi madre y mis seis hermanas fuimos acusadas de brujería y condenadas a la hoguera. Las dos más pequeñas logramos escondernos, yo tenía ocho años, después me capturaron. Mi hermana menor se salvó cuando fue ocultada por vecinos bondadosos. Estoy aquí porque ya en la hoguera, sin saber cómo, salté a mi pasado, casi cien años más atrás. Yo sólo quería regresar a casa, y ese deseo se convirtió en mi primer gran salto por el tiempo.

Bebió un largo sorbo de la taza y continuó, se mostraba ansiosa por calmar las inquietudes de Carmen.

—Después de un tiempo, al crecer y darme cuenta que mi poder no era algo maligno, me ocupé de seguir los descendientes de mi hermana menor; en ningún momento pude hacerme presente y encontrarme conmigo misma, reboté varias veces, me di cuenta que corría grave peligro si continuaba intentándolo. Tú eres la última mujer de mi sangre en esta época y me proporcionaste un descendiente “dotado”, ya te dije: así nos llamarán.

La mujer entrecerró los ojos y siguió hablando.

—Recuerdo tus fallecidos padres, Carmen. Sólo quedaron convencidos de mi vínculo con tu madre cuando mostré cartas, fotografías y pinturas antiguas, de las cuales ellos también tenían copia, y expuse un conocimiento de nuestros ancestros que no dejaron duda.

—Hablas en plural respecto a los “dotados”, tía.

—Existimos pocos y somos muy conocidos en el muy lejano futuro del cual te hablo; todos saben que estamos bajo constante peligro, porque es posible cometer un error y morir al realizar una involuntaria perturbación temporal, a pesar de las advertencias sensoriales. En los primeros años de vida, cuando tenemos muy poca experiencia y nuestra facultad está en desarrollo, la mortalidad es más alta. La causa es una tormenta eléctrica cerebral, con fuertes convulsiones y terribles daños irreversibles en la mente, como si el marcapasos de los saltos en el tiempo enloqueciera. Ese “reloj biológico” es una pequeña película de células escondida debajo del Puente de Varolio, un sector de la masa encefálica, como debes saber por tus estudios.

Carmen recordó los tres hombres y el vehículo que el pequeño Mar había lanzado “hacia atrás, muy lejos” y lo comentó.

—Estoy aquí para protegerlo —contestó la tía Rebeca—. En el futuro sabemos que mi descendiente puede realizar movimiento de personas sin ser destruido por la muerte y desplazarse, inmune a la mayoría de las cosas que a los demás nos afectan cuando viajamos por el tiempo; queremos entrenarlo y aprender de él. Suponemos que Martín es el primero y único en ese aspecto. Como también te dije, yo viajé en solitario, hasta que me tropecé con otro viajero quien buscaba seres como yo en los pasados más remotos. Por fortuna no fue un forajido y he logrado sobrevivir cientos de viajes bastante largos.

— ¿Hay viajeros peligrosos?

—Se nace “dotado”, tal vez por herencia genética, no está demostrado, y la moral no tiene nada que ver en el asunto. Existen asociaciones entre “dotados”, con la intención de manipular el tiempo para sus propios fines, han muerto en el intento, hasta ahora. Esos hombres que Martín envió “atrás” con un pequeño gesto, sólo con varios “saltos” logré alcanzarlos, para observar qué ocurría. Duraron semanas en una estepa, uno de ellos mató a los otros dos para alimentarse, por desgracia una bandada de lagartos voladores también tenía mucha hambre y terminó con los tres cuerpos de los únicos seres humanos en la joven Tierra. El vehículo fue disuelto por los millones de años.

— ¿Millones de años?

—Sí, el pequeño Mar tiene un poder muy fuerte, a pesar de su edad. Con los años los “dotados” vamos mejorando, cuando aprendemos de otros más calificados, igual a deportistas depuramos nuestra técnica, hasta cierto límite. Cualquiera de los demás habríamos muerto en el intento de mover seres vivos en el tiempo, aunque fuera un viaje de segundos de duración. Lo más prudente es desaparecer, saltando a otro instante y lugar, al momento de sufrir una agresión imprevista, en lugar de atacar. Tengo mucho que explicarle a Mar.

— ¿Dijiste que te tropezaste con un viajero? ¿Están moviéndose a nuestro alrededor? —preguntó Carmen.

—No. Ya te dije que vivimos muy pocos, pero algunos perfeccionaron la capacidad de percibir otros “dotados”. Es como seguir un silbido muy bajo, en un bosque oscuro, no es fácil coincidir en el mismo espacio y tiempo. Este hombre fue un científico y estaba intentando encontrar a Martín, porque tenía noticias de su existencia en alguna parte de los primeros milenios de la historia. Su extraordinario sentido de búsqueda lo hizo tropezar con uno de sus ancestros, yo, y de allí en adelante me encargué de la investigación, después de recibir un largo entrenamiento. Debes tomar en cuenta que llevar una campesina de la edad media hasta lo que soy en este momento, fue todo un reto. Por cierto, terminamos casados en su época, el año 16156, y tenemos tres hijas y un hijo, ninguno es “dotado”, son los misterios de este don.

— ¿Podremos conocer la familia? —preguntó Carmen.

La mujer se movió en la silla, como si un recuerdo la perturbara.

—Mi esposo falleció hace pocos años de mi edad actual, en una misión en el 2666, cuando la quinta guerra mundial. En un par de horas tendrás la oportunidad de ver al resto de la familia, cuando vayamos a mi hogar —contestó la tía, y sin pausa continuó hablando —. Para adelantarme a tu pregunta: no puedo ir hasta algún momento de nuestro pasado mutuo, si lo intento se desatará una tormenta mortífera en mi cerebro. Mi esposo ha muerto en toda mi historia, hasta que termine. Tal vez su espíritu vele por mí.

En el siguiente instante la cara de la tía Rebeca mostró sorpresa, casi miedo, cuando frente a la pequeña mesa apareció una sombra. Carmen retrocedió en la mecedora, a punto de voltearla hacia atrás y persignándose con rapidez. Las dos mujeres estaban paralizadas.

Con cierta lentitud, la sombra tomó definición a la luz del bombillo en el techo. Resultó ser el pequeño Martín, envuelto con la cobija hasta la cabeza, similar a un fantasma; cuando se descubrió tenía el pelo revuelto y vestía la indumentaria que Carmen había visto un momento atrás.

La tía Rebeca habló, casi jadeando.

— ¿Oíste la conversación, Martin? ¿Ya sabes de los peligros? ¿Tienes alguna pregunta?

—Ya no tengo preguntas, tengo hambre —y trepó a las piernas de su madre. Carmen había recuperado la respiración y lo abrazó para abrigarlo.

La tía, con el ceño fruncido, miró al niño con mucho interés.

—Mar estaba aquí —dijo la tía—, se mantuvo una fracción de segundo retrasado con respecto al presente. Esa es la forma como muy pocos de los “dotados” exploran el tiempo, sin ser percibidos. Se requiere de mucho entrenamiento para lograrlo y él lo hizo de manera instintiva. Algunos animales sienten la presencia. También niños y personas muy sensibles, pero los confunden con otras cosas.

—Seguí a mami —aclaró Martín.

—Ya hablaremos de cuándo no debes seguir a la gente, Martín —dijo Carmen, mientras le acercaba galletas y una taza con leche.

— ¿Has seguido otras personas, Martín? —preguntó la tía, con voz dulce.

—Hay más gente en la casa —dijo el niño, sin haber contestado la pregunta, y continuó comiendo una galleta.

La tía Rebeca se enderezó y miró a los lados.

— ¿Están aquí, Martín?

—Cinco —exclamó, levantó una mano y mostró los cinco pequeños dedos.

La mujer quedó inmóvil, hizo un minúsculo intento de levantarse y pareció temblar.

—Viene la tía Rebeca, mami —agregó Martín, finalizando su galleta. Carmen abrió la boca, comprendiendo algo terrible que ya sospechaba y abrazó a su hijo, en gesto protector.

—Ella no puede hacer nada mami, yo no la dejo escapar.

En ese instante, con lentitud, apareció otra mujer; su indumentaria era una bata azul que la cubría desde el cuello hasta los pies, con mangas anchas y largas. Sobre la tela había diseños de aves y flores. La cabellera gris estaba suelta, adornada con un medallón dorado. Parecía hermana gemela de la mujer sentada.

—Es la tía Rebeca, mami. La encontré en una ciudad que flota en el mar y en el cielo hay edificios de vidrio, y ya no hay luna, cayó en el sol.

—Querida Carmen, me encantó conocer al pequeño Martín, él me buscó hablando con mucha, mucha, gente y tuvimos todo un día de entrenamiento —dijo la recién llegada, mirando con afecto a la madre del niño.

Carmen se levantó, manteniendo a su hijo en los brazos. No podía apartar los ojos de la cara de la mujer vestida de azul.

— ¡Tú sí eres la tía Rebeca! —exclamó al fin.

—Sí, es la tía, mami, te lo dije. La señora Gearne habló en la cocina con un hombre, dijo que la tía Rebeca no sabía que estábamos aquí. Dijo que me darían algo para dormir cuando estuviéramos en su casa. Entonces lo seguí muy lejos adelante, hasta la ciudad de la tía Rebeca, ellos no me oyeron. Busqué a la tía en un edificio de vidrio, al fin una señorita me dijo dónde estaba, y ella vino con los policías que saben viajar.

La dama de azul habló con suavidad.

—Sí, Carmen, su nombre es Gearne —dijo la verdadera Rebeca, y miró a la mujer inmóvil, como una figura de madera —. Por favor, Martín, despacio envíala a nuestra cárcel, que no pueda volver a viajar. Los policías la seguirán.

Como la bruma, dando paso al amanecer, la impostora desapareció.

— ¿Qué deseaba esa mujer? —apenas pudo decir Carmen.

—Son “dotados” —contestó la tía Rebeca—, vienen del tiempo de la quinta guerra mundial. Dentro de pocos siglos, a partir de este momento, estallará esa conflagración. En los milenios posteriores la humanidad intentará recuperarse, con mucha dificultad, en un planeta casi destruido por completo, y con menos del diez por ciento de la población. Sin embargo hay quienes creen poder cambiar el curso de la historia y supieron de Martín, estos infiltrados se enteraron de mi contacto contigo y Gearne usurpó mi identidad modificando su anatomía. Logró ser mi asistente y aprendió mucho sobre mi vida. Su plan era extraer células que se encuentran debajo del puente de Varolio de Martín, para implantarlas en los cerebros de sus agentes, ellos se presentarían en los eventos cruciales de la contienda para alterarlos a su favor y dominar el futuro. Estamos convencidos que no puede funcionar, la capacidad para viajar en el tiempo involucra todo el cerebro. Bajo el Puente de Varolio sólo está un director de orquesta y las partituras tienen un lenguaje único para cada masa encefálica, los músicos no podrán comprender la melodía y la cacofonía resultante los destruirá.

La dama de azul parecía indecisa, y Carmen tampoco sabía cómo tratarla, a pesar de estar segura de quién era.

—Siéntate, tía Rebeca —dijo de repente, Martín—. Dile a mami de su viaje al futuro con nosotros ¿Quieres leche y galletas?

FIN

Muchas gracias a Joseín por regalarnos este relato.

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Joseín Moros
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