La Cueva del Lobo

Recordar Cenizas

Desde Buenos Aires, Argentina, nos llega un nuevo autor Mariano Cozzi, para participar en nuestro concurso de relatos:

JohnDerbysUK

Recordar Cenizas

Autor: Mariano Cozzi

Muy pronto, evidencias científicas y datos empíricos confirmarán mi tesis: el hombre es todo cuanto no ha sido.

Pude comprobarlo en mi laboratorio, gracias a las investigaciones realizadas por unos especialistas que, mercenarios, decidieron trabajar para mi causa; la ciencia, en efecto, está al servicio del hombre, pero sólo de aquel que pueda comprarla. Así, con tan sólo dos profesionales, doctor en Biología Genética uno y licenciado en Química Orgánica el otro, conseguí llevar a cabo mi sueño; un equipo de impecables técnicos colaboró con exactitud y armonía, sin siquiera conocer el fin de tantos gastos, el destino que perseguían tantos guardapolvos blancos, bisturís y máquinas de última tecnología. Los resultados de los experimentos esperarán el momento propicio para ser publicados, el momento en que la humanidad sepa y pueda aceptarlos, pero mientras tanto ofreceré este adelanto, este inofensivo relato que muchos creerán simple ficción.

El proyecto comenzó a causa de una extraña alucinación que, sin remedio, aturdía a un miserable vagabundo. Habiendo sido denunciado por los habitantes del edificio en cuyo umbral dormía y dejaba que las noches se extinguieran, el indigente había caído en nuestras manos. Durante dos semanas no hizo más que deambular por los pasillos y los amplios salones del hospital psiquiátrico; jamás habló ni pronunció palabra alguna; tras diecisiete días inmerso en aquella rutina sin nombre ni sentido, el desgraciado descubrió el jardín del hospicio, el enorme jardín donde las plantas apenas crecían, torturadas por los internos que las arrancaban de raíz o sencillamente las comían; él, sin embargo, poco o nada se interesó por el pasto, las flores o la abundante y reseca tierra, deleitándose únicamente con las palomas que se apiñaban a su alrededor cuando sus dedos convertían en migajas el duro pan que había recibido en el desayuno. Así sobrevivió más de tres meses, apacible y tranquilo. Ningún pariente lo había reclamado hasta entonces, y aquello convertía a su cuerpo en un posible conejillo de indias; era un señor completamente anónimo, un hueco en la sociedad, un agujero blanco, una ausencia cuya ausencia nadie notaría, y por ello cualquier laboratorio hubiera podido experimentar con él del mismo modo en que se lo hace con un cadáver. Pero en su cuarto mes de residencia entre estas mohosas y carcelarias paredes comenzaron las pesadillas. Soñaba vívidamente, tanto que todos sus huesos temblaban al hacerlo, su piel sudaba y sus ojos permanecían horrendamente abiertos, abiertos y sin ver; iluminado por la delgada luna que penetraba en el cuarto, su rostro desencajado recordaba las torturas prometidas en el infierno, sus labios estaban resecos y su lengua siseaba, ahogada; por sus gritos y sus lamentos, supimos que su mente evocaba sin cesar, en un cíclico terror, las escenas de algún incendio. La alucinación alcanzaba su punto cúlmine, nuestro paciente se serenaba, desplomándose sobre la cama o quizás sobre el suelo; aún soñaba, jamás retornaba a este mundo, pero la pesadilla parecía deslizarle un final feliz. Al instante, sin embargo, el oscuro calor regresaba a sus mejillas, el espanto a sus pupilas, las abrasadoras llamas a su imaginación, y el tenebroso espejismo lo atrapaba nuevamente, una y otra vez. Había que sedarlo; sólo así conseguía escapar de aquel incesante fuego.

Estoy sumamente acostumbrado a casos como éste y, no obstante, una sombra vaga e imperceptible, algún gesto difuso por parte del mendigo, una bruma escondida detrás de sus facciones, hizo que me compadeciera de él. Sólo poseía su nombre, una convención soberbia pero evanescente como la espuma del mar, y con él indagué su pasado; aquel hombre, sin embargo, era huérfano de pasado. Debí conformarme con su presente. En varias ocasiones procuré entablar una conversación con él, pero su mirada extraviada me alejaba irreversiblemente, me expulsaba hacia un universo al que no podía ingresar, donde mis piernas no sabían mantenerme de pie ni caminar, menos aún avanzar. Sólo una tarde me habló: me dijo que soñaba con su hija, que en la dispersa niebla de los sueños regresaba a su alma la memoria de aquel fatídico día en que su casa había acabado transformada en cenizas.

-Pero mi hija escapó al incendio –me aseguró-. Jamás olvidaré esa imagen: su mano pequeña alzándose entre las lenguas del infierno, su piel teñida como el carbón, sus ojos de nieve destacando sobre un fondo negro, rojo y fantasmal… Sí, el aire ya comenzaba a vislumbrarse fantasmal, ilusorio, hasta que ella amaneció como un sol entre las nubes de fuego, viva y rescatada por uno de los bomberos… Viva… -suspiró-. Esa escena permanecerá grabada por siempre en mí, doctor. Sus drogas no podrán robármela: ella es mi ayer, mi hoy y mi mañana.

En aquel momento el vagabundo levantó su cabeza y me contempló fijamente; sus pupilas me acribillaron y sentí que me clavaban contra la pared como a Cristo en la cruz. Decidí que liberaría a aquel hombre esa misma noche, y fue entonces cuando añadió:

-Olvidar lo que nos ha sucedido es relativamente fácil, olvidar aquello que nunca ocurrió es imposible –sentenció, y de inmediato bajó sus párpados, se tendió entre las sábanas y de su boca no volvió a brotar sonido alguno. Durante la madrugada lo desperté, lo llevé hasta una plaza que se encontraba en las afueras de la ciudad y allí lo despedí.

-Mi medicación es inútil. Escape –le ofrecí. Dio media vuelta y ya nunca volví a verlo.

Una vez en mi cómodo departamento, procuré dormirme; todo intento resultó vano. Mientras me enrollaba y desenrollaba entre las sábanas, mi idea fue tomando forma, incluso color. A la mañana siguiente ya había resuelto llevar a cabo mis experimentos. Un cuarto recóndito y en desuso, ubicado en el sótano del hospital, se prestó magníficamente para instalar allí el laboratorio clandestino; como director de la institución, prohibí el ingreso a aquella sala. Los enfermos, por otro lado, fueron nuestros primeros especímenes de prueba.

Los fracasos, si bien numerosos, jamás saldrán a la luz, mientras que nuestro exitoso descubrimiento pronto deslumbrará a la humanidad y ocultará así su cruel inicio: hemos encontrado la memoria.

Tras incontables intentos fallidos, localizamos a la víctima de la amnesia recostada plácidamente sobre el sector izquierdo del cerebelo; es tan diminuta que da miedo. Destrozamos algunas pero al fin conseguimos extraer una delgada memoria; luego de algunos meses, descubrimos cómo reponerla. Entonces comenzamos a inspeccionarla, a estudiarla bajo el aumento de microscopios o a través de radiografías. Al cabo de cuatro años, fuimos capaces de traducir aquella sustancia viscosa a imágenes visuales; ya no contemplábamos la memoria, aquel pequeño cúmulo de células neuronales, sino que veíamos recuerdos vivos, concretos. No me asombraría que en breve adivinásemos el modo en que éstos puedan ser modificados, alterados o simplemente eliminados.

Cada mente humana evoca, en su individualidad, distintas reminiscencias, ordenadas jerárquicamente de acuerdo a su importancia. También existen souvenirs colectivos, que se hallan en la mayoría de las personas; los argentinos, por ejemplo, suelen resucitar y desenterrar el famoso cruce de los Andes como si dichas escenas pertenecieran a su pasado, como si ellos mismos hubiesen combatido junto al general San Martín; recuerdan –nótese bien, recuerdan- hechos que jamás han vivido. Todas estas memorias, tanto las universales[1] como las culturales y también las particulares, poseen, además, cierto grado; como diría Hume, se ofrecen a nuestra alma con cierta vivacidad o intensidad. La enemiga de Alois Alzheimer es un laberinto, y en él se encuentran huellas leves, apenas marcadas sobre la tierra de los recuerdos o incluso ausentes, pero también hay escenas nítidas, impactantes, tanto que adquieren el mismo fulgor e idéntica fuerza que todo cuanto es percibido actualmente.

En un principio, nuestros experimentos nos asombraron. Las imágenes más vívidas evocadas por nuestros pacientes eran siempre irreales; esto es: mientras lo verdaderamente acontecido apenas se dibujaba en sus memorias (y en ciertos casos ni siquiera una sombra de ello podía divisarse), episodios deseados o temidos que no habían sucedido en la realidad, al menos en este caótico mundo que llamamos realidad, constituían, en cambio, los recuerdos más exactos y potentes. Algunos ejemplos son maravillosos hasta el espanto.

Durante una semana, amparados por la madrugada, inspeccionábamos la memoria de uno de los internos. Nunca recordaba haber desayunado. Al octavo día, decidíamos privarlo de su acostumbrado pan matutino. Esa misma noche su mente evocaba el preciso (aunque fantástico) instante en que su boca había saboreado la miga caliente.

En otra ocasión, un esquizofrénico catatónico guardó con nostalgia la caricia que uno de los enfermeros le había regalado al despertarlo. Luego averiguamos que, en verdad, aquel enfermero le había propinado una buena golpiza.

Por último, narraré un hecho que me involucra personalmente. Engañado, traje conmigo al laboratorio a un pobre hombre que pedía limosnas a un costado de las vías. Nos adentramos en su microscópica porción de neuronas que, como cárceles, pretendían apresar al pasado, y divisamos allí mi propio rostro, y también mi mano extendida hacia la de aquel mendigo, ofreciéndole un billete. Pero yo sabía que, muy por el contrario, había pasado a su lado indiferente, sin entregarle nada, ni siquiera una mirada.

Mi sospecha cobraba ímpetu y las palabras del vagabundo no cesaban de retumbar en mis tímpanos: “Olvidar lo que nos ha sucedido es relativamente fácil, olvidar aquello que nunca ocurrió es imposible”. Supe con certeza que su hija había muerto en el incendio.

Nuestra labor continuaba. Habíamos perfeccionado la técnica de extracción y reposición de memoria al punto que nos atrevimos a probar con personas de clase media, con empleados municipales y con algunos colegas médicos.

Una mujer recordaba su casamiento con Ernesto M. Suárez Galván; nosotros investigábamos su historia, interrogábamos a sus familiares, nos sumergíamos en las oficinas del Registro Civil y descubríamos que la señorita era soltera, que se había encontrado a punto de encadenarse al matrimonio con aquel Ernesto pero que, finalmente, éste la había abandonado. Un obrero mecánico, que ni siquiera había concluido la escuela secundaria, guardaba entre las huellas de su pasado el fantástico día en que había recibido el diploma que certificaba su licenciatura en Ingeniería. Una niña rememoraba la última Navidad y veía a su abuelo sentado a la cabecera de la mesa y levantando la copa para brindar, pero los informes funerarios nos aseguraban que el anciano había muerto dos lunas antes de celebrarse dichas fiestas. Los ciegos evocaban colores que nunca habían visto, los sordos sonidos que nunca habían escuchado. Acribillado por la curiosidad, yo mismo me expuse a mis despiadadas máquinas y experimenté una inefable nostalgia al contemplar con mis propios ojos un beso que jamás había dado.

Lo más interesante, no obstante, fue el hallazgo del fenómeno denominado memoria de muerte: todos recordamos nuestra muerte, y por lo general más de una. Un niño en cuyo cerebro se mentaban atroces imágenes, escenas en las que un perro lo atacaba y destrozaba hasta asesinarlo, desencadenó el descubrimiento. Luego encontramos innumerables casos similares: jóvenes que se acordaban de haber sido atropellados por un camión, veteranos de guerra que en sus propias reminiscencias eran alcanzados por los disparos enemigos, muchachas que se sabían desangrándose hasta perder la vida en la práctica de algún aborto ilegal.

Esto confirmó mi tesis: no sólo se recordaban los hechos deseados pero nunca acontecidos sino todo aquello que, temido o ansiado, esperado con lágrimas o sonrisas, había estado a punto de modificar nuestra existencia pero que, por algún azaroso motivo, por un insignificante movimiento (acaso doblar en tal o cual esquina o detenerse a rascarse la nariz), no lo había hecho. Así, cada hombre constituye su pasado con aquello que nunca ha sucedido, su memoria con recuerdos que no han sido, pero son, y su identidad con las muertes que no murió, con las caricias que no recibió, con los abrazos que no regaló, con los insultos que masticó en su interior sin parirlos hacia fuera, con los aullidos de dolor que no gritó, con las palabras que jamás escribió. Este humilde relato, en cambio, ya no me pertenece.

Fin

Muchas gracias a Matiano por su participación, aquellos lectores que deseen ponerse en contacto con él, pueden hacerlo a través de su correo: maidenjc AT hotmail DOT com.

La imagen pertenece a: John Bennet.


[1] Una de las memorias universales que nos ha sorprendido enorme y acaso vergonzosamente, es aquella que todos poseemos en un sector microscópico del cerebelo, aquella por la cual nos representamos el acto sexual en que hemos sido concebidos.

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