La Cueva del Lobo

Huellas en la Historia

Antonio Caaveiro es el último participante del Concurso de Relatos de este año, su cuento nos llegó anoche tarde, pero llegó a tiempo. Antonio nos escribe desde A Coruña España:
Constitution-day

Huellas en la Historia

La mirada fija en aquel libro. Fija en su reluciente cubierta de cuero y gruesas páginas satinadas, impresas con exquisito cuidado en oleosa tinta negra. Mantenía la mirada sin apenas parpadear, contemplando el único ejemplar del tratado que se firmaría.
Desde luego que no era el único miembro de la Organización en el salón principal del Résidence Palace de Bruselas, pero sí era el único que tenía como misión no perder de vista ni un solo instante a aquellos folios. Cada uno de los dignatarios, a lo largo de la mesa que presidía la sala, estaba vigilado permanentemente tanto por los miembros presentes de la organización como por los incontables objetivos, cámaras y sensores que registraban hasta el más mínimo detalle.
Los datos de imagen, audio y posición de cada asistente, así como todo el flujo de  comunicaciones de Bruselas, se retransmitían por miles de canales cifrados, por todas las rutas y medios disponibles hasta cada uno de los centros de análisis esparcidos por todo el planeta.
Los medios de los que hacía gala la Organización eran impresionantes. Miles de emisores se habían ocultado por toda Bruselas, Más de una docena de satélites civiles y militares habían sido requisados y se dedicaban a transmitir los datos por todo el planeta. Los agentes utilizábamos prototipos bióticos de última generación: sistema de comunicación ósea, implantes oculares y auditivos… todos indetectables a menos que se buscasen, y aun así difíciles de localizar.
Y pese a todo, ninguno de los gobiernos allí representados tenía ni la más remota idea de nuestra existencia.
Los líderes y dignatarios de cincuenta naciones que desconocían cómo estaban siendo utilizados, convertidos en mera carnaza de nuestra trampa.  Y aunque a nuestros ojos no eran más que un simple cebo, la reunión y la ceremonia que allí se celebraba terminaría por hacer mella en los anales de la historia.
Se crearía un país, aunque por su tamaño y forma sería más apropiado denominarlo “imperio”. Un imperio formado pacíficamente y por acuerdo mutuo, que ocuparía la totalidad de un continente y amplias regiones de los colindantes.
Con cada firma, una lluvia de luces destellantes iluminaba la sala, cegando durante unos pocos instantes a todos los que allí nos encontrábamos. Uno tras otro: presidentes, primeros ministros, cancilleres, reyes y príncipes dejaban su nombre inscrito, pasando el libro al siguiente entre sonrisas y efusivos apretones de manos. Y yo contemplándolo sin apenas parpadear.
En cuanto el último hubo firmado, dejando sus huellas en la historia, todos se alinearon frente a la mesa y posaron para las cámaras de los periodistas que habían acudido desde todos los rincones del mundo. Mientras sonreían me acerqué hasta la mesa, recogiendo con mis manos enguantadas aquel valiosísimo libro y guardándolo en la caja hermética.
La ceremonia aun continuaba, pero ya no era de mi incumbencia. Con el libro a buen recaudo, me apresuré hasta el camión que aguardaba en el exterior. Sin mediar palabra, me vi rodeado de guardaespaldas, que me escoltaron hasta que entré en el laboratorio móvil.
          Entrego el paquete-, dije sin tan siquiera abrir la boca-. Solicito confirmación de entrega.
          Confirmada entrega-, sonó en el interior de mi oído en cuanto dejé la caja cerrada en su cajón-. ¿Algún problema?
          No. Pero tengo un mal presentimiento.
          ¿De verdad crees que el Viajero ha tocado el libro?
          Si-, sentencié sombríamente.
No dijeron nada más. La caja entró en la cámara hermética y, una vez dentro, delicados brazos controlados desde algún laboratorio remoto, manipularon con precisión las hojas de aquel tratado.  Nadie que no fuese uno de los signatarios se había acercado a aquellas páginas, pero sin embargo los análisis no tardaron más de dos minutos en arrojar un resultado demoledor.
Ya en la primera hoja, las claras huellas dactilares del Viajero relucían bajo los filtros ultravioleta de las cámaras.
***
Los murmullos de satisfacción todavía resuenan en aquella sala situada en Filadelfia mientras la tinta del firmante número cincuenta y seis aun sigue húmeda. Un hombre ajeno a aquella institución se acerca al folio que reposa en la mesa, pero sin embargo nadie parece verlo ni notar su presencia.
Esquiva con facilidad al autor del documento, Thomas Jefferson, que habla con Joshia Barlett, uno de los congresistas de New Hampshire. Sin embargo, no es tan ágil como se cree y acaba por chocar con Cesar Rodney, lo cual interrumpió su conversación con otros congresistas, pero ninguno parece percatarse de lo sucedido y, tras unos segundos de sorpresa, continúan con su charla como si el episodio no hubiese ocurrido nunca.
Finalmente, aquel ser que parece una sombra para el resto de los presentes, se detiene frente a la mesa donde reposa aquel documento y extrae un pequeño objeto plateado de uno de sus bolsillos. Tras colocarlo delante del mismo durante unos segundos, se lo vuelve a guardar, pero sin apartar en ningún momento su mirada embelesada del folio manuscrito que se ubicaba ante él.
Sin darse cuenta, extiende la mano, lo sujeta frente a él mientras comienza a leerlo y una leve sonrisa aparece en la comisura de sus labios.
***
La sala estaba silenciosa y los diez ejecutivos trajeados que aparecían desde el otro lado de la gran pantalla los contemplaban con una mirada molesta. Las únicas tres personas que se encontraban allí físicamente, sudaban y se removían incómodas en sus impolutas batas blancas.
          ¿Están seguros de que no han cometido un error?
          No señor-, dijo uno de ellos-. Las huellas del Viajero están por todas partes.
          ¿Como es posible? Nadie se acercó al documento y solo los miembros de nuestro personal lo manipularon.
          Las grabaciones, escáneres y sistemas de seguridad así lo confirman. Pero ahí están las huellas.
          ¿Se ha descubierto algo nuevo?
Durante un breve momento unas sonrisas de éxito cruzaron las caras de los presentes, pero rápidamente se tornaron sombrías al percatarse del disgusto de sus superiores. El más veterano de los técnicos se incorporó y explicó:
          Al tratarse de un documento recién firmado hemos podido aplicar técnicas forenses que hasta ahora no habían sido posibles. Hemos comprobado que el Viajero no suplantó a ninguno de los signatarios, como habíamos temido, ya que hemos encontrados todas sus huellas, además de las ya conocidas del Viajero. También logramos averiguar que manipuló el documento en al menos dos ocasiones distintas.
          Una teoría menos-, murmuró desde el otro lado de la pantalla un hombre que aparentaba haber dejado atrás el siglo de edad-. ¿Como han llegado a dicha conclusión?
          La firma del rey danés se realizó sobre una huella clara del dedo índice del Viajero, así mismo se ha localizado una huella que se superpone a la tinta verde que el presidente español utilizó-, expuso uno de los técnicos mientras las imágenes flotaban en las paredes a las que daba la espalda.
          Además hemos rescatado muestras de vello, células cutáneas… y restos de saliva-, interrumpió el más joven de los técnicos-. Todo apunta a que se humedeció uno de los dedos para pasar las páginas.
          Eso solo es una suposición. Podría haber llegado al documento de cualquier otra forma, pero…
          ¡Pero se tomó su tiempo para contemplar el tratado europeo mientras se estaba firmando! Y no tenemos ningún registro de que tan siquiera haya estado allí.
          ¡Señores!-, interrumpió la cortante voz de uno de los miembros del consejo-. ¿Están seguros de que las muestras son del Viajero?
          Completamente-, dijo el único técnico que no había comentado nada-. Las muestras tomadas hoy no tienen ninguna degradación y son idénticas a los fragmentos que hemos ido recuperando a lo largo de los años del resto de “injerencias”.
          Gracias, eso es todo por el momento. Esperamos sus informes completos-, sentenció el presidente y, sin esperar respuesta, cortó la comunicación.
El consejo estaba formado por personas poderosas e influyentes, habituadas a tenerlo todo bajo control, pero sin embargo las caras que se podían observar solo reflejaban preocupación e incertidumbre.
Todos los equipos habían llegado a los mismos resultados. El Viajero había estado delante de ellos y la oportunidad para conseguir su magnífica tecnología se había perdido… otra vez.
***
La cubierta del acorazado está atestada de marineros y soldados, que no desean perderse la ceremonia. A lo lejos puede verse la costa, la arrasada ciudad de Tokio y la bahía, llena de buques de guerra norteamericanos.
La lancha con los representantes japoneses había llegado hacía tiempo y ahora se encuentran de pie ante la mesa con el acta de rendición sobre ella. Mientras el general MacArthur continúa con su discurso, un extraño hombre camina ante ellos sin ser visto, examinando con atención la cara de estos hombres ante las palabras que pronuncia el altivo general.
El discurso finalmente termina y el ministro de relaciones exteriores Mamoru Shigemitsu, se sienta frente a las atentas miradas de los asistentes, deja  su anticuado sombrero de copa sobre la mesa, destapa su estilográfica y firma la rendición de su país.
El Viajero se encuentra a su lado, sosteniendo en una de sus manos un objeto plateado mientras, apoyado con descuido sobre el papel, lee embelesado las letras mecanografiadas y contempla cada uno de los trazos de las firmas.
***
          La verdad es que pensaba que en esta ocasión podríamos capturarlo… -, decía uno de los miembros del consejo con aire abatido, pero finalmente concluyó casi en un murmullo-. O tan siquiera verlo.
          Solo tenemos una imagen, captada accidentalmente…
          Lo sabemos-, lo interrumpió groseramente el centenario presidente del consejo-. Yo mismo recuperé dicha fotografía de los archivos de la marina estadounidense.
          No quería decir eso. Solo quería preguntar por los periodistas que cubrían la firma de la carta europea. Tal vez ellos… ¿Algún positivo?
          Ninguno-, repuso rápidamente otro de los miembros-. Aunque aun faltan por estudiar las fotografías de uno de los asistentes.
          ¿Qué problema hay?
          Aún no las ha revelado.
          Perdón, ¿qué?
          Se considera un artista, aunque todo el mundo piensa que está loco. Solo utiliza cámaras con carrete fotosensible… “no digital” – tuvo que aclarar tras consultar sus notas y ante la mirada atónita del resto del consejo-. Tengo a un agente en el lugar, a la espera de estudiar los negativos.
Los miembros del consejo no lo mostraron, pero estaban nerviosos y esperaban expectantes el resultado. Una fotografía del Viajero sería todo un logro para aquellos hombres, sobre todo dado lo esquiva que era su presa.
Cuando en la quinta década del siglo veinte, un brillante joven descubriera un método para obtener huellas dactilares en documentos antiguos sin deteriorarlos, una oscura verdad se había revelado repentinamente.
Encontró las mismas huellas en los documentos más importantes de la historia. Daba igual que fuese en el Tratado de Versalles o en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Los rastros de la misma persona estaban impresos en todos ellos.
Al principio las juntas de los museos se enfurecieron, pensando que algún empleado torpe había mancillado tales tesoros, pero tras estudios más pormenorizados el técnico descubrió que no solo las huellas eran tan viejas como los propios documentos, sino que se habían realizado durante la confección de cada uno de aquellos legajos del pasado.
Ninguno de los gobiernos consultados lo tomó en serio, mucho más preocupados en la inminente amenaza de una guerra nuclear que en hipotéticos viajes en el tiempo. Pero en cuanto se hubo firmado el Tratado de Prohibición de Pruebas nucleares el 5 de agosto del 1963, se descubrió el rastro del Viajero impreso justo bajo la firma del propio presidente Kennedy.
Eso bastó para que el técnico recibiese apoyos, que al principio fueron gubernamentales y pronto pasaron a ser privados, estableciendo una organización con el único objetivo de averiguar más sobre el Viajero y proteger a la humanidad de sus injerencias.
Pero si bien ahora presidía el consejo con fría obstinación, no había logrado muchos avances. Sólo habían rastreado sus pasos por toda la historia, desde antiguos papiros egipcios hasta tratados contemporáneos. Se habían localizado sus huellas a lo largo de todo el registro escrito de la humanidad y el consejo temía que estuviese guiando a esta hacia un destino que solo él conocía.
El ahora anciano técnico, estaba abatido. Había perdido la que, casi con toda seguridad, sería su última oportunidad de capturar al Viajero.
Y sentía que había fallado.
***
El día era especialmente caluroso para aquel momento del año y Colón está inquieto. Había llegado a un acuerdo días atrás con su Real Majestad Isabel de Castilla, lo que no evita que ahora recorra nervioso el patio de aquella villa de Santa Fe de la Vega. Una reina siempre puede cambiar de opinión.
Los guardias armados están por doquier, ya que la reciente conquista de Granada puede atraer problemas nada deseados. Sin embargo, todos parecen estar distraídos y algo aburridos. Ninguno le presta atención o tan siquiera parece ver al extraño personaje de pelos blancos como la nieve y reluciente tela ceñida al cuerpo, como si fuese una segunda piel.
Sus Majestades llegan finalmente a la villa donde, tras varias horas de tratar otros asuntos, reciben a Colón, sellan y firma la Capitulación por la que tanto se había esforzado éste. En cuanto la reina pone su sello, el ahora almirante del Mar Oceánico, toma el documento y lo enrolla. Tras hacer una lenta reverencia, parte raudo hasta el pueblo de Palos, donde ya le esperan dos de sus carabelas.
El Viajero lo observa partir. En su mano sostiene el pequeño escáner plateado que siempre lleva encima, pero aunque ha logrado duplicar el documento original, no ha podido leerlo o tan siquiera tocarlo. Y eso lo decepciona en sobremanera.
***
La cara excitada de la joven que aparecía en la pantalla animó a los miembros del consejo. Y cuando les mostró las pocas imágenes obtenidas por el excéntrico artista fotográfico, el asombro fue palpable.
La figura, casi transparente, de un maduro hombre de piel tostada y larga melena blanca como la nieve atada en una descuidada coleta, aparecía en todas ellas. Su barba de al menos una semana y su mirada perdida le daban un aire más parecido al de un extraño profesor de universidad que al de un peligroso manipulador de la historia, pero otros detalles arrojaban dudas.
¿Qué era el objeto plateado que sujetaba en una de sus manos? ¿Por qué leía y toqueteaba el tratado sin cuidado alguno? ¿Cómo lograba que nadie lo viese pese a estar en medio del estrado? ¿Por qué sólo aparecía como un fantasma traslúcido en algunas de las fotografías?
No sólo buscaban el aspecto; querían asegurarse de que existía y una imagen era más tranquilizadora que todas las muestras de ADN o las huellas dactilares. A pesar de eso, los programas forenses cotejaban constantemente las muestras con las bases de datos de todo el planeta. Nadie esperaba resultados, pero aun así se asían a la esperanza de que las huellas apareciesen en algún lugar. Un crimen sin resolver, los accesos a un edificio, las nuevas entradas de una base de datos… Cualquier parte.
El consejo seguía contemplando las imágenes cuando el más joven de los miembros dijo de forma casual.
          Disculpen… ¿pero estamos seguros que el Viajero manipula los documentos que toca?
          Eso ya se ha discutido con anterioridad,- repuso el anciano presidente, que añadió con firmeza-. ¡El Viajero es un peligro!
          No estoy de acuerdo-, respondió tras un buen rato de silencio-. Pongamos este tratado como ejemplo. No me opuse a que se llevase a cabo la operación, ya que hubiese sido muy provechoso capturarlo, pero ¿en serio creen que haber cambiado el texto firmado hubiese importado algo?
Los miembros de la sala se miraron silenciosos durante unos segundos. Comprendían lo que quería decir, puesto que se había discutido con anterioridad. Aunque no se hubiese firmado el tratado, los parlamentos, cancillerías y senados de los países implicados ya lo habían ratificado. La ceremonia había sido tan solo una escenificación de cara al público.
          ¿Entonces cual es su opinión joven? – preguntó furioso el presidente-. ¿Qué alguien con semejante poder divino se limita a saltar de ocasión histórica en ocasión histórica simplemente para no hacer nada?
          Mi opinión, y la de la mayoría de los técnicos, me permito añadir, es la de que es simplemente un observador descuidado. Un erudito que no sabe comportarse, y el aspecto del Viajero que muestran esas imágenes no parece contradecir dicha teoría.
          ¡Usted no es más que un joven insolente y sin perspectiva! ¡Nadie con semejante poder sería capaz de no utilizarlo!
          Tal vez sea usted el viejo anclado en el pasado e incapaz de ver la bondad del ser humano. Siempre convencido de que el mal se cierne sobre nosotros, como si estuviésemos en una guerra perpetua-. El joven se había levantado y lo señalaba acusándolo con su índice. Pero tras unos segundos, apretó los puños, se alisó el traje y, tras sentarse, preguntó-. ¿No sería hora de que disfrutase del descanso y dejase a hombres con nuevas ideas la dirección de la Organización? ¿No quiere pasar el tiempo que le queda con su familia? Creo recordar que espera otro bisnieto en breve.
***
La ciudad se llama Maguncia y el Viajero pasea tranquilamente por las verdes orillas del Rin. Nadie lo ve ni sabe de su existencia, por lo que no ha tenido problema para tomar un par de panecillos en una de las tiendas y comerlos mientras contempla los edificios.
No se ha acabado de acostumbrar a la suciedad. Siempre habituado a entornos limpios y ordenados, las calles llenas de barro y desperdicios lo desconciertan. Pero no lo suficiente como para no acudir al taller de Gutenberg y contemplar la obra que está a punto de terminar.
No es su especialidad, y desde luego su presencia en ese momento no está autorizada, pero no puede evitarlo. Es uno de los momentos más importantes de la historia documentada: la impresión de la Biblia de 42 líneas.
El taller es ruidoso, pero aunque Johann no puede verlo, el Viajero si reconoce a su viejo compañero de facultad, al que saluda con efusividad, mientras no le quita el ojo de encima a las páginas recién impresas. Las últimas antes de que se encuaderne el tomo.
El viajero extiende la mano para tocarlas, pero su compañero se lo impide y, regañándolo por su torpeza, le tiende un par de guantes que se coloca a desgana mientras manipula el volumen y se maravilla con aquel pedazo de historia.
***
El anciano expresidente caminaba encorvado por los pasillos de un anónimo hospital en Denpasar, buscando un número de habitación. Podría haber consultado a cualquiera de las enfermeras, pero no estaba de humor. Acababan de expulsarlo del consejo y le habían arrebatado la razón de ser que lo había sustentado durante casi cien años.
Finalmente encontró el cuarto donde su nieta reposaba tras el parto. Entró y la saludó como siempre lo hacía, fingiendo una cálida sonrisa cómplice. No era porque no la quisiera, sino porque nunca se encontraba de un humor lo suficientemente bueno como para expresarlo en un arrebato sincero.
Le presentó a su nuevo bisnieto. Era ya el cuarto en su haber y, como con los otros no se atrevió a sujetarlo. Aunque sus brazos eran fuertes para su edad, necesitaba de un exoesqueleto protésico para caminar y sostenerse en pie.
Una enfermera entró y anunció que iba a tomarle las huellas dactilares al pequeño para que, unas horas después, recibiese su documentación y pudiese salir del hospital. Con curiosidad, el anciano observó la pantalla que utilizaba la enfermera para tal propósito y, tras unos segundos de estupor, le pidió amablemente que le dejase observarla con detenimiento.
Reconocería aquellas huellas en cualquier lugar y en cualquier momento. Soñaba con ellas. Conocía todos sus puntos característicos y, con creciente estupor, los fue descubriendo uno a uno. No necesitaba que un ordenador le dijese que las huellas coincidían. Simplemente, lo sabía. Lo que ignoraba era como podría mantenerlo oculto y a salvo, pero estaba claro que aquel diminuto ser no tenía las respuestas que tanto habían buscado.
Y mientras consideraba las innumerables posibilidades, no pudo evitar alzar a aquel recién nacido y murmurarle con la voz ahogada por la emoción:
          Por fin te he atrapado.

FIN

Muchas gracias a Antonio por su relato y le deseamos la mejor de las suertes en el Concurso 🙂

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