La Cueva del Lobo

Fragmentos del expediente Tfn-452/ Pabliuzchenko A.R.

Desde Austin Texas, el escritor cubano Narzoglius, quien había participado anteriormente en nuestro Concurso de Relatos, nos envía un nuevo cuento para competir en esta nueva edición:

Danger Radiation

Fragmentos del expediente Tfn-452/ Pabliuzchenko A.R.

Autor: Narzoglius

Fragmentos de un reporte publicado en el sitio web de la agencia Reuters:

Novaya Semlya/Lun feb 3, 2185 3:02pm

Fallece el Teniente Anatoli R. Pabluzchenko después de varias semanas de haber sido rescatado a pocas millas del incidente del enclave 789. Pabliuzchenko; quien fuese encontrado responsable de la explosión que desencadenó la destrucción de la base militar 789, al norte de Novaya Semlya; había desarrollado en los últimos 13 días una neoplasia cardiovascular producto de la alta exposición a radiaciones ionizantes que desafortunadamente lo llevo a su deceso…

Desclasificado

Anexo 8

Testimonio del Teniente Pabliuzchenko A.R. sobre los hechos ocurridos el 20/01/2185 en el enclave 789 de la OTAN (Fragmentos escogidos)

La carretera del Ártico que llegaba hasta la base estaba cubierta de nieve. No me sorprendió porque el Panel de Cambio Climático había pronosticado una ligera ventisca y se me había advertido en Siberia. No obstante, los instrumentos de navegación me mantenían informado del curso y continuamente lo corregía sin contratiempos.

Yo transporté combustible nuclear irradiado en misiones anteriores; no era mi primera vez. Estuve en Irán, Bosnia, Francia; incluso estuve propuesto para un trabajo análogo en el enclave lunar 101 y aunque no se decidieron por mí, mi expediente fue nominado de entre más de un millar de oficiales…

La base no es un secreto de estado, todo el mundo sabe que es una gigantesca cloaca donde se evacuan anualmente miles de toneladas de material radiactivo. Hace poco me leí en la prensa verde que el primero de los Bore Hold, así es como se llama la dichosa letrina, se construyó en un país Africano…Hay un par de teorías sobre laboratorios de diseño de armamento climatológico y sismológico escondidos en el territorio del enclave, pero en realidad me parecen puras especulaciones de la prensa sensacionalista…

Después de treinta horas de viaje perdí el efecto de los estimulantes y me sentí muy cansado; pero la aurora boreal que tuve la suerte y la desdicha de presenciar me mantuvo despierto y no tuve que acudir al piloto automático. Dije desdicha porque perdí toda comunicación con la boya ROJA-T1, que está a quinientos kilómetros del punto de control de Novaya Semlya y aún me faltaban varios miles para llegar al enclave. Recuerdo que no pude disfrutar el final de la UFC (Ultimate Fighting Championship)…

Tres horas, más o menos, después de incursionar en la zona franca, al sureste del campo minado, los radares de la cabina me indicaron un cuerpo caliente a menos de un kilómetro del camino. Lo estudié en el monitor unos minutos y me percaté que estaba inmóvil. Decidí observarlo más de cerca y manipulé el Zoom de la cámara hasta que pude contemplarlo. Estaba un poco borroso por la tormenta, que como dije antes no era muy intensa, pero la resolución de la lente fue suficiente para distinguir un cuerpo humano tendido sobre la nieve. En ese momento detuve el camión. Intenté hacer contacto con la boya, con el punto de control, con el enclave; pero solo escuché el rumor electrónico de la desintonía del comunicador.

El hombre estaba tendido en el suelo, inmóvil, probablemente había sido herido por algún petardo y estaba muriendo. En ese momento me pasaron por la mente muchas cosas; así que decidí arriesgarme a violar el protocolo y visitar el lugar. Por esa razón apague el sistema de la cámara negra y activé los sistemas artilleros de defensa, instalados en la parte superior de la cisterna.

Me introduje en la escafandra que llevaba en la cabina para casos de emergencia y descendí llevando el fusil AK-MOUSER reglamentario. Estuve, en todo momento, consciente de mi imprudencia y de mi irresponsabilidad, pero en ese momento me sentí obligado a socorrer a aquella persona.

Cuando abrí la escotilla el termómetro me indicó unos 100 grados bajo cero. Guiándome por el radar infrarrojo de la escafandra, caminé durante unos treinta minutos, hasta que pude distinguir el bulto que la tormenta se ocupaba de camuflar en la nieve. Era un soldado del Ejército de Dios; llevaba el uniforme reglamentario, con la insignia de los caballeros templarios en el hombro. Un gusano (mina antipersonal IBOT-130) le había perforado el pecho y lo había asesinado. Por suerte el radar no mostró ninguna lectura del robot, sino hubiese estado en serios problemas.

Antes que comenzara la guerra las religiones se convirtieron en enemigos de la humanidad; al menos, es lo que nos hizo creer la ONU. En la academia fui instruido bajo esa premisa; sin embargo, aunque nunca he compartido ningún tipo de creencia religiosa; debo reconocer que en el fondo de mi corazón me parece exagerado. Nunca fui partidario de la extinción de algunos de los pueblos que fueron literalmente borrados del mapa…

Era evidente que me había equivocado; aquel no era el cuerpo que me indicaba el monitor, pues daba la impresión de que había muerto hacía unas horas y su temperatura corporal no se correspondía con los datos del radar.

Comenzaba a desesperarme cuando un gemido llegó hasta mis oídos a través de las bocinas de la escafandra. Al principio lo confundí con el silbido del viento polar, pero al prestar atención se hizo más claro. Busqué entre los montículos y encontré en una grieta del suelo un fardo marrón. La grieta tendría un par de metros de profundidad porque el brazo mecánico de la escafandra fue suficiente para sacarlo.

Me dirigí al camión lo más rápido que pude. Dentro de la cabina lo despojé de la tela humedecida y me encontré una cápsula protectora, dentro de la cual, había un niño. Después de observarlo petrificado, unos minutos, lo saque y lo envolví en un abrigo de piel de oso que había conseguido el año anterior en un poblado Nenet. Estaba perturbado y aterrado al mismo tiempo; hacía muchos años que no veía un niño. Nunca imaginé que conseguiría uno. Recuerdo que bajé a la superficie helada por segunda vez y medité durante media hora, sin quitarle la vista a la capota del vehículo…

Se puede ir a prisión por tener un niño sin la resolución aprobada del Gobierno, no soy tonto; sin embargo, la sensación de tenerlo tan cerca, me resultaba suficiente para conservarlo. El olor de su piel me embriagó, no existe un aroma más exquisito. El único inconveniente era que no cesaba de llorar, lo cual, me estrujaba el corazón. Tenía los párpados apretados y a pesar de que no tenía casi pelo, era muy negro y tan suave como su piel rosa. Active el piloto automático y continuamos el viaje durante un rato, cuando ya mi cabeza estaba a punto de estallar lo acerqué a mi pecho. Me sorprendió mucho que se calmara al instante. Fue en ese momento que vi sus ojos por primera vez, eran rojizos y muy grandes, tan hermosos como rubíes. Lo bauticé entonces como Rubi y nos quedamos así, uno junto al otro, mientras el camión atravesaba la tormenta; cuyas rachas se habían recrudecido.

La alarma del piloto automático me despertó muchas horas después, cuando faltaba muy poco para finalizar el viaje. En la lejanía comenzaba a distinguirse, distorsionada por la distancia y la ligera nevada, la torre de comunicaciones y la cúpula helada del hangar.

Arribamos a la garita que restringía el acceso en poco tiempo. Pie Grande, que es como llamamos a uno de los soldados que custodia la entrada, me recibió junto a otros dos que se apostaron a ambos lados de la calle. A pesar de las gafas y la bufanda pude reconocerlo por su gigantesca estatura. Le mostré los documentos de embarque y la Orden de Transporte y él los verificó en unos minutos, con el Puesto de Mando, por el teléfono de la casilla. Luego los acuñó y me los devolvió mientras uno de sus compañeros activaba el mecanismo que abría el portón de la entrada.

Me dirigí al almacén central simulando la mayor tranquilidad y devolviendo el saludo a oficiales conocidos que se cruzaban en el camino. Después de un año de ausencia nada había cambiado en el enclave: un pelotón de solados marchaba recitando algún verso masoquista, el rugir de los motores de alguna aeronave que despegaba o aterrizaba en la pista ensordecía la superficie en resonancia con algún altavoz…

Las puertas del almacén estaban abiertas y en su interior había un centenar de camiones Canguro, como el mío, y varios montacargas Goliat que trasladaban algún embalaje de varias toneladas. Escondí al niño en una mochila y le hice algunas muecas para que no llorara. Afortunadamente gimió solo un poco y después sonrió, casi en silencio. Me estacioné en un rincón apartado, lejos de todos y me fui a las barracas, dos niveles bajo tierra. Durante el descenso y el recorrido por los pasillos, hasta que llegué a mi cubículo, tuve que evitar miradas conocidas y saludos que pudieron haberse extendido a conversaciones nostálgicas.

Cuando entré a la habitación me tendí sobre la cama junto a Rubí, que ya se había dormido. Estábamos muy agotados, pero mi situación me impedía disfrutar del colchón de espuma. Tenía la mente inundada en pensamientos que no conducían a una solución viable. Estaba consciente de la superpoblación, que había inducido a la regulación estricta de la reproducción. Cada día era más difícil conseguir un permiso para concebir un hijo; cualquier concepción no aprobada por el gobierno terminaba en una condena de privación de libertad y una esterilización sexual, además la adopción de niños de origen religioso estaba prohibida; necesitaría en todo caso un montón de dinero para disfrazar el gen religioso de Rubí y para legalizar la adopción.

En ese momento la alarma de riesgo radiactivo interrumpió mi embotellado cerebro, a la vez que el chirrido de los llavines automáticos de la alcoba clausuraron la entrada. Rubí despertó asustado y comenzó a llorar a gritos. Desde el pasillo llegaban los atropellados pasos de los oficiales que huían a sus posiciones. Luego la puerta volvió a chirriar y un par de oficiales vestidos con trajes antiradiación entraron al cuarto. En sus manos reconocí un detector de actividad Geiger-Müller-T.R. que repiqueteaba como un reloj acelerado.

Con un ademán me indicaron que me apartara, pero yo me abracé a Rubí horrorizado y poseído por un instinto maternal. Posteriormente supe que me habían sedado con una descarga eléctrica y me habían trasladado inconsciente al hospital. Allí desperté desnudo minutos después, mientras tres oficiales vestidos con otros trajes antiradiación fregaban mi cuerpo con una disolución jabonosa.

Durante el baño fue que se produjo la explosión. Todo el hospital se sacudió por el impacto de la onda expansiva. A través de una ventana de cristal plomado observé, en compañía de los doctores, como se elevaba el hongo sobre el enclave, a menos de medio kilómetro. Comprendí al instante que a partir de ese momento tenía muy pocas probabilidades de sobrevivir.

Todas las personas dentro de la clínica corrieron hacia el sótano. En un segundo me quedé solo, pues los doctores salieron corriendo horrorizados. Traté de seguirlos pero las esposas, que ataban mi brazo derecho a la camilla sobre la que me habían acostado, me lo impidieron. Intenté zafarme con todas mis fuerzas, pero fue en vano. La aleación metálica era irrompible y casi me disloqué la muñeca. Busqué a mí alrededor pero dentro de un baño blindado existen muy pocos objetos fuera de las duchas que habían quedado depositadas en el suelo. Alcancé una con poco esfuerzo, pues uno de los médicos había arrojado la suya cerca de la camilla y golpeé muchas veces la atadura de acero, sin otro resultado que una fractura en la mano. Estaba desesperado y comencé a dar gritos enloquecido y aterrorizado.

Segundos después uno de los doctores regresó y me arrojó la llave de la esposas. Corrí tras él, pero al bajar las escaleras el sótano se había autoclausurado, justo después que el oficial se adentrase en la escotilla blindada.

Salí entonces sin mucha esperanza al parqueo. Una ola de calor que debía superar los cien grados Celsius me recibió quemándome todo el cuerpo. Corrí hasta un Canguro que estaba estacionado cerca de la puerta y me monté espantado y herido. Dentro de la cabina me sentí un poco más seguro. Ajuste la calefacción y pisé el acelerador hasta el fondo.

Cerca de una garita de acceso, al norte del enclave, otros automóviles corrían intentando abandonar la unidad. En mi empeño por alcanzar la salida golpeé una escafandra Goliat que coincidió conmigo delante del portón. Uno de los brazos mecánicos atravesó el parabrisas blindado de la cabina y quedé expuesto a la contaminación radiactiva. No me detuve a pesar del impacto, ni del flujo de calor que comenzaba a ingresar por el agujero; hasta que la capa de hielo de la superficie se resquebrajó y la parte delantera del Canguro se hundió en el agua helada, hasta cubrir los neumáticos. El traquido del hielo continuó cuando apagué el motor y la cabina se sacudió mientras se sumergía por intervalos. Busqué el traje antiradiación debajo del asiento y me lo puse en un minuto, luego abrí la escotilla y el agua comenzó a inundar el compartimiento. Sin mucho esfuerzo me trepé a la cisterna, la deshermeticé manualmente y me introduje sellándola tras de mi. Quedé en la oscuridad y sentí como el camión continuaba hundiéndose, mientras tanto la cubierta plomada me mantenía a salvo de la radiólisis…

Fin

Muchas gracias a Narzoglius y mucha suerte con este relato.

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