La Cueva del Lobo

El Vuelo del ilirith por Claudio G. del Castillo

Nuestro amigo Claudio G. del Castillo, quien ya participa en nuestro concurso con El Hombre del Traje Azúl, nos ha enviado otros varios relatos que iremos publicando poco a poco.

30_days_of_environments_day_5_by_grandwanderer-d49t1nj Ilustración: 30 Days of Environments Day 5 por GrandWanderer

El vuelo del ilirith

El kraug bosteza en lo profundo de su guarida. Hace meses que no se alimenta y está de pésimo humor. Sus presas habituales se han esfumado, condenándole a un ayuno que ya se torna irresistible. Solo por eso decide salir.

A medida que recorre los túneles, las huellas de sus garras revelan el complejo entramado del laberinto escarbado en las faldas de la colina. Su andar es errático; su respiración, sibilante. Aunque tal estado no es consecuencia exclusiva de la inanición. Algo sucede con el aire. Porque si bien son capaces de adaptarse al ambiente más hostil, él y su compañero apenas toleran la nueva atmósfera, más densa cada día que pasa.

El kraug aminora  su marcha. Presiente que ha amanecido… Entonces, ¿dónde está el haz luminoso que, por detrás de aquellas rocas, debería indicar la salida? Recela. ¿Habrá equivocado el rumbo en el recodo anterior? Es fácil perderse en un laberinto. Pero este es su laberinto y la bestia conoce a la perfección cada piedra, cada ramificación, cada cúmulo de huesos… De cualquier manera, el repiqueteo incesante que ha escuchado desde su última cena proviene de esa dirección. En efecto, al rato se topa con la boca de la gruta y asoma la cabeza al exterior.

Se asombra con lo que ve: llueve en Akbar.

Un sudario de nubarrones reviste por completo el cielo, trocando el amanecer en ocaso. La bestia, por primera vez en su ya milenaria existencia, contempla el torrente de agua que se precipita sobre un paisaje que no le es familiar. Las lagunas y los pantanos se han adueñado del valle; raras hierbas y matojos, de un verde excesivo, sofocan por doquier a sus congéneres violáceos y serpentean hasta la entrada misma de su morada. No se vislumbra un ser comestible. Es lógico, dada la extrema humedad. Y el aire que tortura los pulmones, y el frío que entumece los músculos. Quizá del otro lado de la cordillera… No, ni pensarlo. El kraug es masivo, lento. Nunca, nunca arriesgaría una incursión por un territorio ignoto y enlodado; en las montañas, Akbar oculta con celo sus más temibles e innombrables secretos.

A menos de veinte pasos un relámpago descose a un bohab. El estallido súbito desconcierta al kraug, que retrocede y tiembla; hasta que la curiosidad lo vence. Y observa atónito cómo el  bohab proyecta hacia él sus pseudo-raíces constrictoras, en injusta represalia por el ataque repentino que no logra comprender. Pero está herido de muerte. El poderoso plantimal brama su dolor al viento de tormenta y se derrumba con estrépito.

El kraug desanda el trayecto en silencio. Su mundo ha cambiado.


Un año más transcurre y aún el kraug no ha comido. Postrado, cierra los ojos, aguardando el desenlace fatal. Se adormece y delira.

Afuera, un ruido quedo. La bestia aguza el oído, las púas del lomo le rechinan por breves instantes. No ha sido nada. ¡O sí! El rumor se ha transformado en un retumbar grave que incita a su imaginación. ¿Será que un rebaño de grons ha invadido sus predios? ¡Todo un rebaño de jugosos grons!

El kraug se retuerce excitado, hace un tam tam en sus costados con su cola maciza y un aullido gutural  escapa de su garganta. Es el llamado ancestral, que despierta a su compañero, el ilirith. La criatura despereza su cuerpecillo luminiscente, despliega sus alas y vuela en pos de la claridad del valle, donde las nubes recién se han disipado.

Por su forma peculiar y atractivos colores, el gron suele confundir al ilirith con un liktor, su manjar favorito. No es extraño que el tonto gron se deje engañar y persiga al ilirith durante horas y horas. Ansioso por atrapar al animalejo con su lengua extensible, cae inevitablemente bajo las zarpas del kraug, que acecha en las tinieblas.

La bestia se impacienta. Su estómago ha dado señales de actividad frenética y una baba espesa se escurre por sus colmillos, que esperan el alimento que no debe tardar en llegar.

Por fin, se oye el característico aleteo espasmódico del ilirith. Este detalle es, con seguridad, el que más lo asemeja al liktor; y el gron, que es muy tonto y no ve más allá de su hocico… ¡ya se acerca! El kraug percibe el roce de unas patas contra la tierra compacta y áspera, entorna los ojos y sus pupilas amarillentas tratan de clasificar lo que ha irrumpido en su cubil.

No es un gron.

En realidad parece un shipang hembra, solo que este ejemplar es más pequeño y erguido, y su piel es casi tan pálida y lisa como la del kraug. Tanto que refleja la luz del ilirith, que se le ha posado de improviso en un hombro. Sostiene en sus manos una red como las que teje el akran para capturar insectos. Definitivamente es un shipang: el único ser de Akbar que se vale de medios ajenos a su anatomía para sobrevivir. Y un shipang es mala cosa. Todavía conserva el kraug, en uno de sus corazones, un pedazo del asta punzante con que lo agredió aquel macho enorme en tiempos que ha olvidado.

El kraug es testigo de un hecho insólito: un shipang no acostumbra a ir tras un ilirith… porque sabe.

Cauteloso, emite  un gorjeo a modo de advertencia. El eco reverbera más débil de lo que hubiera deseado, sin embargo ha ocurrido algo: la bestia ha olfateado el miedo. El shipang se ha encogido sobre sí mismo y parlotea en un susurro; la red de akran se sacude como las alas del ilirith cuando revolotea y su mirada se proyecta en derredor, intentando escrutar lo inescrutable.

El instinto del kraug le dice que cualquier animal asustado es buena presa, así que esta vez desquicia las fauces y ruge pavoroso. Y ataca. El shipang se endereza y corre; tropieza, se desploma, vuelve a levantarse. Ciego de pánico, sigue el rastro luminiscente del ilirith, que ha echado a volar y se insinúa cual guía providencial hacia la salvación.

Pero el kraug no tiene prisa pues un ilirith no es un liktor y ahora no busca la claridad del valle, sino que conduce al shipang por otra ramificación del laberinto.

Una ramificación más apartada, oscura y sin salida.

El shipang apoya su espalda contra el resbaladizo talud de rocas que le interrumpe el camino. Su alma jadeante pretende deshacerse del cuerpo condenado. De pronto, intuye la presencia de la bestia a escasos metros: su aliento fétido emponzoña el aire.

El shipang llora a gritos. Colmillos invisibles laceran su abdomen. La red de akran cae al suelo.

El crujir de la carne triturada no consigue amortiguar los gruñidos de deleite del kraug, que jamás probó un bocado tan exquisito. Cuando culmina se relame y se echa en un rincón, ahíto. Así llega el turno al ilirith que, desde un montón de huesos roídos, ha devenido inquieto espectador de la escena. Batiendo torpe sus alas se acerca a los despojos y se posa en el rostro ensangrentado, que ha quedado deliberadamente intacto. Entonces, con sus uñas en garfio se aferra a la nariz de la víctima, y con su trompa horada las córneas y liba el néctar blanco de los ojos aterrados.

El ilirith, que suele confundirse con un liktor, ronronea satisfecho y se vuelve a dormir.


El «Pigeon» descansa en un promontorio que domina el valle anegado. Orestes regresa de su exploración y se sienta a horcajadas sobre el tronco de un árbol abatido. Coloca el casco de su escafandra a un lado y pulsa un conmutador en su muñeca:

–«Arca», aquí «Pigeon», ¿me recibe?

–Afirmativo, «Pigeon» ¿Novedades?

–Marcos, la instalación terraformadora se ha comportado según el cronograma. La concentración de oxígeno ha subido hasta los niveles adecuados; la temperatura ronda ya los 25oC, con tendencia clara a estabilizarse y lo más importante: la flora terrícola implantada se ha establecido de maravilla. Esto, si no es el Edén, se le parece. Te sugiero que des la orden de aterrizaje.

–¡A fe mía que sí! Los tripulantes, y en particular los niños, ya me están causando problemas. Y los entiendo. Dos años orbitando este caramelo son más de los que se pueden soportar. Incluso yo ansío desembarcar mis cerdos canadienses y erigir mi propia granja. Por cierto, ¿has tenido algún encuentro con la fauna local?

–Hallé once esqueletos de esa especie de antropomorfos que te mencioné en los informes preliminares. Por lo demás, nada mayor que una cuarta. Deben de estar todos muertos –dice Orestes, y un rictus amargo ensombrece sus facciones.

–Fue necesario –es el lacónico comentario del Capitán a través de la radio–. Era ellos o nosotros.

–Utilizaban el fuego en su beneficio, Marcos. ¡El fuego! Y construían armas de madera y las endurecían con él. Armas extrañas, pesadas… y enormes.

–¿Armas? Por favor, no quiero… no queremos saber de armas. ¿Recuerdas?

–Recuerdo –musita Orestes, y las arrugas de su cara se acentúan.

El mutismo de ambos astronautas interrumpe la charla durante un minuto.

–Será mejor que dejemos el pasado atrás –dice por fin Marcos–, por el bien de la colonia.

–Quizá tengas razón.

–Buen chico. Y Lucía, ¿disfruta el paseo?

Orestes sonríe y mira hacia la colina cercana, donde las primeras flores comienzan a brotar:

–Oh, ya sabes cómo es tu hija. Vio una mariposa y no se pudo contener.

Autor: Claudio G. del Castillo

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